3. Sola

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Aprecio la soledad. En serio que lo hago. Sin embargo, odio sentirme sola cuando estoy rodeada de gente. Esa soledad es la que mata, la que se mete por tus venas y corre con tu sangre invadiéndolo todo, volviéndote sorda, muda, indolente. Lo de alrededor carece de importancia porque solo oyes los latidos de tu corazón propulsando la mierda que te corroe. La incomprensión. La tristeza. Durante nueve meses he lidiado con ella muy a menudo. Al principio era capaz de relegarla a un segundo plano. Después creo que se acumuló dentro de mi ser y reventó. Ya no estaba solo en mis venas, estaba en cada una de mis células. Y todo se volvió incontrolable.

Aunque eso ya da igual. Ya pasó. Ahora estoy aquí, y estoy dispuesta a olvidarlo y seguir adelante. De eso se trata, de remar, de empujar. Solo fui dos veces al psicólogo y fue lo único que saqué en claro: que la mierda te la tienes que arrancar tú de dentro, por mucho que te apoyes en los demás, eres tú y solo tú la que decide que quiere hacerlo. Y yo soy fuerte. Soy un puto muro de hormigón y lo que ha pasado no va a destruirme. Porque no puede ser. Porque si yo me desmorono, ¿qué será de mamá?

Hablando de mamá. Tiene que estar a puntito de llegar. Miro el reloj. Habrá bajado del autobús ya (porque se niega a coger el coche) y estará caminando por el Paseo. Seguramente avanzará cabizbaja, dejando que el mundo se la coma. Muchas veces pienso que, si llegara una volada de aire muy violenta, se la llevaría. Luego me acuerdo de que somos de Zaragoza y, por ahora, el cierzo no la ha derribado.

Todavía tengo que esperar diez minutos más antes de escuchar las llaves girar al otro lado de la puerta. Mi madre recorre el corto pasillo del apartamento y me encuentra viendo la televisión. He limpiado y recogido lo que extendí ayer y el espacio tiene un aspecto más que aceptable. Me levanto para darle un abrazo. Le noto las costillas a través de la tela, está escuálida. Me apena verla así. Una madre es un referente, y el mío se está desdibujando. No siento que pueda protegerme de nada, no siento que pueda contar con ella. Es más, lo que siento es que es ella la que me necesita a mí. Y eso, como hija, es una sensación terrorífica para la que no estoy preparada, solo tengo diecisiete años.

—¿Qué tal ha ido?

—Bien —aseguro.

Después de eso se marcha para dejar la maleta en el cuarto y no pregunta nada más. No debería sorprenderme. Como en su día tampoco me llamó la atención que no se negara a que viniera un día antes que ella a la playa y no insistiera en que durmiera ayer en casa de Andrea. Así es mi nueva madre. Y ya me estoy acostumbrando.

La persigo hasta el dormitorio dispuesta a hacerle hablar, a distraerla, a sacarla de ese mundo gris en el que anda inmersa. Sin embargo, no puedo. Se me atragantan las palabras cuando la encuentro de pie frente a la cama de matrimonio, esa cama que compartía con mi padre, agitando los hombros con cada sollozo. A mí me sucedió lo mismo ayer al llegar y encontrarme este apartamento vacío de él, aunque con su presencia en cada recuerdo. Al tener la certeza de que papá ya nunca va a dormir en esta cama, ni va a echarse la siesta en el sofá despertándose para protestar cada vez que le cambiemos el canal de la tele, ni va a salir a la playa con su ridículo bañador de flamencos (ese que compró hace un par de años), ni va a invitarnos a vermú en el chiringuito, ni va a quejarse de que ocupemos el baño durante demasiado rato. Papá jamás compartirá espacio ni tiempo conmigo de nuevo. No me contará por enésima vez cómo conoció a mamá o cómo eligieron mi nombre. Papá no va a saber qué carrera escogeré, ni si cumpliré mis sueños o si me perderé por el camino. Porque papá ya no está. Y cada vez que nos enfrentamos a un lugar en el que él ha dejado su esencia tenemos que aceptar su ausencia perpetua. Perpetua. Qué adjetivo tan feo. Qué injusto aplicarlo unido al sustantivo ausencia y haciendo referencia a una persona tan joven. Pero la vida no es justa. Y yo lo aprendí de golpe aquel diecisiete de octubre en el que la profesora entró a clase y me pidió que la acompañara. Entendí por su mirada triste que algo malo había sucedido. Y, aun así, no podía ni imaginar lo horrible que era lo que había acontecido. Lo mucho que iba a cambiar todo.

Me costó asumirlo. Aunque menos que a mi madre, que hace poco me confesó que todavía se despierta sobresaltada buscando el abrazo cálido de mi padre, su voz susurrándole «solo ha sido una pesadilla, Elena. Sigo aquí, sigo aquí». Mi madre hace tiempo que ya no discierne lo que debe o no ocultar a su hija y me cuenta todo. Y yo he aceptado que me he convertido en su paño de lágrimas. Algo que yo no quiero tener por mucho que Andrea o Emma me ofrezcan su hombro para llorar. No quiero llorar. En realidad, lo que sucede es que no puedo llorar más.

Abrazo a mi madre por la espalda y la sostengo. La calmo como buenamente puedo, la consuelo. Intento mostrarme comprensiva, desterrar de mi propia pena y alejar la suya. Lo consigo cerca de media hora después, cuando logro arrancarla de la habitación y del apartamento. Nos pasamos toda la tarde de compras por los chiringuitos de Salou, nos gastamos demasiado dinero en pulseras, en brazaletes y en anillos de mala calidad. Terminamos tomando helado. Sentadas en la terraza, yo le cuento lo que hice la noche anterior, omitiendo mis aventuras con el tequila, y ella se esfuerza por escucharme y sonreír. Le oculto lo de los chicos de esa mañana, pues rememorar la mirada de Iván me hace sentir un escalofrío extrañamente placentero y me resulta humillante admitirlo.

Cuando se hace de noche regresamos al apartamento y me ofrezco a preparar la cena para que ella deshaga por fin su maleta. Mientras cocino dos tortillas francesas (mi repertorio culinario no es mi amplio) la escucho llorar de nuevo. Y yo, por primera vez en todo el día, echo de menos estar sola.

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora