2. Zafiros

270 34 74
                                    

—Disculpa, no estaba al tanto de que la playa tuviera dueña —ironiza él.

Yo quiero apartar la vista de esos dos zafiros y no puedo. Me es imposible durante los siguientes segundos. Segundos que a mí se me hacen eternos porque mi cerebro me grita que deje de mirarlo y que busque una respuesta (a poder ser afilada) para su sarcasmo, y mis ojos desobedecen, fijos en los suyos. Esa lucha interna es feroz, y creo que ninguna de las dos partes de mi cuerpo gana, pues, a pesar de que consigo desviar mi atención, no logro articular palabra. Supongo que he quedado como una boba.

—Haya paz, chicos —ruega su amigo tratando de mediar entre nosotros, porque el chico de los iris azules me contempla retador, dispuesto a enzarzarse conmigo en una pelea dialógica. Este asalto lo ha ganado demasiado pronto por mi estupidez. Me lo reprocho. Odio que queden por encima de mí, y más cuando es por culpa de algo tan superficial como el precioso color de sus ojos. Y de esa forma almendrada, perfecta, que tienen. Y de sus pestañas largas. Mierda, los estoy mirando otra vez.

Me obligo a centrarme en el chaval afable, que sonríe enseñando unas palas separadas y grandes, rasgo que destaca aún más por lo finos que son sus labios. Tiene la cara salpicada de pecas, intuyo que muchas de ellas han aparecido a causa del sol. Me observa buscando una rendición. Yo resoplo.

—Sí, claro: paz. Pero no volváis a intentar matarme con la pelotita.

—Si hubiéramos querido matarte hubiéramos usado algo afilado —contesta el otro y no discierno si habla en serio o no, ya que su semblante frío me indica que es capaz de usar una navaja.

—Ha sido un accidente —interviene de nuevo el de los dientes enormes y yo pierdo, por segunda vez, mi oportunidad de responder—. Me llamo Cristian —se presenta. No sé qué narices le ha dado a entender que queremos conocerlos, porque, sinceramente, me importa un bledo su nombre, solo quiero que se larguen. Empiezo a estar cabreada, y turbada, y nerviosa.

—Yo soy Andrea —contesta mi amiga y me giro hacia ella con un gesto de reprobación impreso en el rostro, una advertencia de que no quiero confraternizar con esos dos. Andrea me ignora, es que ni me mira, vaya—. La malhumorada es Sofía. Es maja de normal, tenéis que disculparla, la agresión perpetrada por el balón le ha afectado al control de la ira.

Cristian ríe. El otro no, aunque noto que quiere hacerlo. Sin embargo, prefiere preservar su pose de chico malote. Bien, que se joda, que se aguante la risa a ver si se ahoga con ella. Menudo imbécil.

—Él es Iván —anuncia Cristian—. Y no tiene excusa, su mala leche viene de serie. Y esos de allí son Rashid y Niko. —Señala a lo lejos, donde dos jóvenes siguen de pie, observándonos y haciendo gestos para que sus amigos regresen y así seguir con su partido—. ¿Os apetece tomar algo con nosotros?

—No —me adelanto antes de que a mi querida amiga se le ocurra aceptar la propuesta—. Ya nos íbamos. Andrea se está quemando —apunto.

Y no miento, Andrea está adquiriendo un colorcillo rojo algo preocupante. Ella abre la boca para quejarse, sin embargo, mi determinación la persuade para desistir antes de siquiera intentarlo. Me pongo en pie, me quito la arena que se me ha adherido al cuerpo y me pongo los pantalones cortos que he bajado como atuendo, en la parte de arriba solo llevo el sujetador del bikini. Mientras sacudo la toalla, Andrea se coloca su vestido blanco en silencio.

—Entonces nos vemos por aquí, Salou no es tan grande —afirma Cristian. No lo es, no obstante, está plagado de gente y espero que eso sea suficiente para no verlos más. Desconozco el motivo, pero no deseo encontrarme con esos ojos azules de nuevo. Me han perturbado demasiado y no quiero sentirme así. En estos momentos de mi vida necesito tranquilidad.

—Seguro que sí —afirma Andrea. Yo no intervengo, simplemente intento no mirarlos antes de dirigirme hacia el paseo. Fracaso. Iván me sigue observando con una expresión de soberbia que aborrezco. Sabe que ha ganado: él va a seguir jugando a fútbol y nosotras nos vamos de la playa con el rabo entre las piernas. Por un segundo me siento tentada de darle un empujón y tirarlo al suelo, a ver si se le bajan los humos, aunque enseguida lo descarto: es bastante más alto que yo y, por mucho que esté delgado, es casi seguro que no voy a lograr mi propósito y lo último que quiero es ponerme más en ridículo.

Echo a andar con determinación. Tanta que Andrea tiene que correr para alcanzarme porque se ha quedado atrás despidiéndose de ellos.

—¿Qué mosca te ha picado? —me dice tras colgarse de mi brazo—. Si parecen agradables.

—Oh, sí, son el paradigma de la simpatía —ironizo—. Andrea, estoy segura de que han tirado el balón aposta para darnos y así acercarse a ver si ligaban.

—¿Y qué tiene eso de malo? —pregunta ella con cierta sorna y yo pongo los ojos en blanco.

—¿Que no es nada sutil?

—Sofi, en estos tiempos lo sutil no se lleva, ya deberías saberlo. A los chicos les gusta ir al grano. Y créeme, es más cómodo.

—Pues llámame antigua, pero a mí no me gusta que me den un balonazo con el fin de tener una excusa para hablar conmigo.

Andrea ríe y yo me contagio. Casi hemos llegado a la fuente luminosa cuando ella se detiene. Me vuelvo y me sorprende que su rostro esté tan serio.

—¿Está todo bien? —se preocupa. Yo asiento sin pararme a meditarlo, hace tiempo que doy una respuesta afirmativa a esa pregunta de manera automática, sin plantearme si lo que hay dentro de mí dice o no lo contrario—. No sé, antes te gustaba flirtear, me ha extrañado que fueras tan borde. Y ayer... Lo siento, no debí permitir que nos pasáramos tanto con el alcohol.

—Andrea, no necesito niñera. Si bebí tanto es porque quise, no porque tú me dejaras. No soy tu responsabilidad —le advierto. Lo que me faltaba, que mi amiga quisiera cuidarme como si fuera mi madre. Ya tengo una.

—Solo quiero ayudar. Y asegurarme de que sepas que puedes contar conmigo.

Suena triste. Tal vez he empleado un tono demasiado seco. Últimamente fallo en la gestión de mis emociones y salto a la mínima. Y eso que estoy mejorando mucho.

—Lo sé. Y te lo agradezco mucho. —La abrazo para suavizar el ambiente, no quiero que se sienta mal, es mi mejor amiga. Somos tres las inseparables: Andrea, Emma y yo, pero entre Andrea y yo siempre ha habido una conexión especial—. Y ahora vámonos, tengo la casa hecha una porquería y no quiero que mi madre me asesine cuando la vea. O que le dé un patatús.

—No me creo que en un día te haya dado tiempo a hacer un gran destrozo. Y, además, dudo que tu madre se dé cuenta de mucho... —censura en un susurro. Yo intento ignorar ese comentario porque duele. Y duele porque es verdad. Mi madre, desde que todo sucedió, apenas se percata de nada. Y menos de lo que tiene que ver conmigo. Y entiendo sus razones y por eso la disculpo (cosa que Andrea es incapaz de hacer). No obstante, eso no evita que muchas veces me sienta tan triste y, sobre todo, tan sola.

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora