XXVII

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Estoy agarrada a mis rodillas, la sala donde estoy está vacía, las paredes cada vez más blancas, y todo por lo que luché, lejos de mi.
Noto un cosquilleo en la espalda, que se termina convirtiendo en un fuerte dolor, es casi insoportable, pero tal es el de mi pecho, que el de mi columna se queda corto.
Por el hueco de la ventana, entra el frío del invierno y la sangre que hay en el suelo se va congelando lentamente.
Noto como mi espalda se rompe, y al instante unas plumas negras me rodean, me encierro en ellas, y la mezcla del rojo de mis lágrimas y el sudor de mi frente hace que destiñan sobre las paredes.
Ya no sé qué era este lugar, ya no sé donde estoy.
Puede que la culpa la tengas tu, pero ya nunca lo sabrás.

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