Ni el viento atroz pudo con la cólera ardiente que le nació de las entrañas. Ángela olvidó la nieve, olvidó el frío, no podía sentir nada. Tenía la piel dormida, cubierta por un extraño cosquilleo. Podrían haberle golpeado con una piedra y no se habría enterado. Su cuerpo se mantenía en pie solo a fuerza de voluntad, y lo único que podía sentir era la furia misma que se le veía encendida en los ojos.
—¡Ángela!
Comenzaron a llegarle gritos distorsionados. Sus amigos la llamaban. Se arrodilló en la tierra y cerró los ojos de Lisbeth, apenas tocándola con las yemas de los dedos. Le recorrió el cuerpo con las manos. Encontró dos pequeñas flechas, diminutas pero muy filosas. Su vista se dirigió al frente. ¿De dónde se habían disparado? Escudriñó su alrededor, quizá, esperando encontrar al agresor justo delante de sus ojos. Pero no había nada. Allí había algunos árboles, y luego, solo casas. Volvió su atención a las flechas. Ambas le cabían en una mano. Sacó una del hombro de Lisbeth. Por sí sola, no la habría matado. Pero la otra había dado justo en el corazón.
—Ángela.
Se sobresaltó cuando alguien le puso la mano en el hombro. Detrás de ella, Black y Alek tenían las capuchas puestas y nieve hasta en las pestañas. La miraban, preocupados, con las mejillas rojas.
—¿Qué pasó?
Ella miró el cuerpo a su lado como si fuera obvio.
—Pues, Lisbeth traía estofado. Pero no llegará.
Alek la tomó, poniéndole los brazos bajo las axilas, y la levantó como si pesara lo mismo que una pluma.
—Vamos a casa.
*****
Durante los primeros días del juego, se habría sentido culpable por dejar un cuerpo allí, tirado en la nieve. Habría pensado que era una falta de respeto no brindarle un ritual o algún tipo de adiós. Nunca la habría dejado ahí. La Ángela de la Sexta Noche estaba muy lejos de esa etapa. Un cuerpo ya no era un hito, con él no había nada que hacer. Su posición era irrelevante. Podían volver a su casa, cenar y dormir, como si no hubiera un muerto afuera.
Lo que no podía sacarse de la cabeza era la cara del Lobo. La sensación de final, el hambre. Las opciones estaban agotadas. Ni Black ni Alek habían podido encontrar a Tosya: permanecía escondido. Su casa estaba vacía. Allí solo habían encontrado un rosario con cuentas de madera sobre la mesa. Once cuentas estaban pintadas de un rojo brillante. Once personas habían muerto, hasta esa noche.
—¿No encontraron el relicario? Es su símbolo de personaje.
Black negó con la cabeza, desde la cocina, mientras trozaba un pedazo de carne.
—Debe llevarlo consigo —acotó Alek—. No creo que se haya separado de él.
Tenía un aire melancólico en la voz, un desgaste que no se parecía al del cansancio. Ángela lo observó atizar la leña, le miró la expresión mientras iba de un lado a otro ayudando a Black con los últimos detalles de la cena. Se veía triste. Imaginó qué sentiría ella si Black fuera el Lobo. O Maeve. Pasó varios minutos tratando de desenredar la idea, pero era muy difícil. ¿Sentiría pena por su mejor amigo? Le aterró pensar que quizá ya no lo vería como a su amigo de siempre. Tal vez, la imagen del asesino se devoraría a la del leñador confiable que ella conocía. Tal vez, después del juego ya no quedaba nada de la persona que uno era antes.
—Alek —le pasó una mano por el brazo, como acariciándolo, porque no sabía qué decirle. Si él estaba procesando la misma idea que ella, no la estaba pasando bien. Ahora les tocaba la tarea más difícil: con los enemigos eliminados, quedaba enfrentarse a un amigo. Un buen amigo.
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LUPUS I - A los Lobos les gusta jugar
FantasiaDe las tantas cosas que pueden causar que el mundo se desmorone, a Ángela le tocó la peor. Los Lobos están al acecho y no le queda mucho tiempo para decidir si será una simple víctima o si saldrá a darles caza. Mientras lucha por comprender la anti...