Epílogo

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Markov tomó a Alek por los hombros, intentando que dejara de agitar a una Ángela que ya estaba muerta. Le gritaba que despertara, que no era gracioso, pero ya no había vuelta atrás. Estaba hecho.

—Alek, hermano. Alek, se ha ido —le susurró con firmeza, alejándolo del cuerpo—. Ya está.

—Se ha ido —repitió Alek, sin poder creerlo—. Duele.

Dejó de gritar, pero tenía los ojos rojos y el labio le temblaba. Se pasó las manos por el pelo oscuro, incapaz de creer lo que veía. Black se sentó junto a él.

—Ella no pertenecía a este mundo, hermano. Aquí vamos los demonios —y dicho esto, se sintió como si se hubiera sumergido en un hondo pozo de agua, con la infinidad y la presión rodeándolo por todos lados, precipitándose hacia un final profundo. Deseó que fuera un sueño, para poder huir, para poder despertar.

Markov era opuesto a Alek. Él se había criado casi por cuenta propia, para ser fuerte por dentro y por fuera. Una lágrima, un grito, un temblor eran muestras de debilidad. Y Black podía estar en sus últimas, pero aguantaría de pie hasta el último golpe. Lo único que se enorgullecía de mostrar era el sudor de su frente. En cambio, Alek había sido criado y educado bajo la mano dura de Czar McLeod y su esposa, que lo prepararon para cumplir con las expectativas de todo un pueblo. Y aunque también era un tipo duro de roer, había resultado mucho más vulnerable y expresivo que Markov. Sus padres no habían podido quitarle eso. Pero las diferencias no importaban. En ese momento, todo se cayó a pedazos para los dos. El mundo estaba girando como una veleta y no parecía que fuera a detenerse.

Alek se sentía perdido; a duras penas reconocía el lugar en el que se encontraba. No comprendía que bajo aquel mismo cielo había sido feliz alguna vez. Miró hacia arriba, pero la luna se había escondido y desde aquella bóveda negra nadie le devolvió la mirada. No comprendía tampoco que aquella muñeca lívida e inerte fuera su novia. Porque ella siempre había sido vivaz, curiosa y osada. Y qué peligro, pensó, enamorarse de una osada, que hasta a volver al polvo se había atrevido. Acurrucó a Ángela contra su pecho, cerrándole los ojos, y le dio calor para que pudiera dormir cómoda y tranquila. Alek había amado. Había amado y había perdido.

Markov contempló el pueblo vacío y supo que, aún con tanto espacio, no tenía a dónde correr. Él era uno de esos extraños casos de sobrevivientes a un juego de Lupus. Por regla del pueblo, se suponía que nadie podría juzgarlos, o preguntarles qué personaje habían jugado. Pero eso era una mentira. A él lo verían todos cuando regresaran a Captionem, ya podía imaginar sus miradas. Los verían con desprecio, a ambos, si es que Alek lograba sostenerse. Fantasmas de dos jóvenes.

O tal vez no. Sopesó la opción de no dejar ningún sobreviviente de aquel juego, pero sabía que del otro lado de la puerta entre la vida y la muerte estaría su mejor amiga, presionando para mantenerla cerrada. Si Ángela había muerto para que él pudiera vivir, cumpliría su última voluntad, y se ocuparía de que Alek no intentara traspasar la puerta tampoco. Pero sí podían acercarse a ella y quedarse ahí, al acecho.

En un principio, Black había creído que con Ángela muerta ya no le quedaba nada que perder. Pero no podía atascarse allí, en el dolor de la pérdida y en cuánto creía que nada tenía sentido. Un sollozo lo sacó de su sopor y puso su atención en Alek, cuyos ojos seguían temblando. En su momento habían sido como hermanos, y, ladeando una sonrisa lastimera, Black supo que si quería superar aquella situación tendrían que volver a serlo. Serían solo dos en un grupo que en realidad era de tres, pero podrían recomponerse, o al menos soportarlo.

—Llevémosla a casa —comenzó, cuidando que no le temblara la voz—, y preparémosla como es debido.

—Bañarla y vestirla —susurró Alek, acariciando el anillo que él mismo le había dado al principio del juego— será como observarla mientras se va.

LUPUS I - A los Lobos les gusta jugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora