Capítulo 8: Tercer Juicio

155 12 2
                                    

91 HORAS ANTES

Black llegó a la escena corriendo. Su respiración se condensó cuando exhaló al ver el cuerpo, el fierro, a Ángela acariciándola como si fuera una muñeca.

—¿Lobos?

Alek asintió. El único otro personaje con el poder de matar durante las Noches era la Bruja. Pero no tenía sentido que Logary desperdiciara esa oportunidad con Maeve. La última opción era el Cazador, pero este solo podía matar si alguien lo atacaba primero.

—Tenemos que llevarla a casa —Ángela seguía con la voz quebrada—. No podemos dejarla tirada aquí.

Black y Alek se miraron, tratando de descifrar qué tipo de ayuda necesitaba Ángela para sentirse mejor. No necesitaron debatirlo en voz alta para darse cuenta de que no había mucho que pudieran hacer, más que darle tiempo.

—Ángel, no deberíamos moverla. Se supone que el Juez debe encontrarla tal y donde sucedió... el hecho.

—No me importa. No pienso dejar a mi amiga aquí sola. Ve a buscar a tu padre ahora si es necesario.

Alek sabía que esa testarudez tenía que ver con la pelea entre ambas, con que Ángela se sentía culpable por no haberla perdonado cuando vivía. Sobre todo, tenía que ver con la idea de que solo habían matado a Maeve para hacerla sufrir a ella, y esa culpa podía ser muy difícil de cargar. Comprendió que no habría forma de hacerla cambiar de opinión, y le hizo una seña a Black para que se encargara del resto.

—No la dejes sola.

—Por supuesto que no —contestó el rubio, casi ofendido por la directiva.

Alek le entregó su cuchillo a Black, que parecía estar desarmado, y emprendió un paso tranquilo hacia la plaza, con la extraña sensación de seguridad que le proveía saber que la acción de los Lobos ya estaba culminada por esa noche.

*****

La entrada de la residencia McLeod resultaba imponente incluso para él. No era tan grande, pero su estilo elegante y pulcro siempre le recordaba el nivel de exigencia que sus padres tenían con él, el tipo de hombre que habían intentado sembrar en Alek y que él no se sentía capaz de alcanzar.

Tocó la aldaba de bronce, algo que había hecho muy pocas veces en su vida. Se sentía raro tener que tocar la puerta para entrar a su propia casa. Nadie respondió. Después de unos segundos, volvió a tocar. Percibió la luz de una vela borrosa a través de la ventana empañada, y luego oyó el cerrojo. Su padre abrió muy poco la puerta antes de darse cuenta que era él.

—¡Hijo! —al principio sonrió, pero no tardó en bajar las cejas y poner una expresión preocupada—. ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Estás herido?

—No, papá, estoy bien. Pero necesito que vengas conmigo.

La barba candado de Czar estaba perfectamente recortada. Salpicadas de canas, sus cejas oscuras se juntaron sobre sus ojos. Alek no estaba acostumbrado a ver preocupación en el rostro de su padre.

—Te sigo.

El hombre descolgó un abrigo abotonado del perchero junto a la puerta y salió sin titubear. Se puso la chaqueta mientras seguía el paso ligero de Alek. Los dos avanzaron inmersos en un silencio interrumpido solamente por el susurro de sus botas hundiéndose en la nieve.

—¿De qué se trata todo esto? —Czar demandó saber cuando estaban a punto de doblar en la Calle Central. Alek conocía muy bien ese tono, porque solo lo usaba con él.

LUPUS I - A los Lobos les gusta jugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora