Microrrelato 5: Timoclea de Grecia

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Campaña Balcánica.
La batalla de Tebas.
Grecia, año 335 a.c.

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— Mujer ¿Sabes de lo que se te acusa?

La risa de la prisionera retumbó por las paredes de palacio, después de escuchar lo que le preguntaba el imponente Rey macedonio desde su trono.

— Solo he defendido mi casa, mi dignidad y la vida de mis hijos — Contestó la mujer de Tebas, posando sus oscuros ojos sobre los del Rey.

Éste se irguió sobre el trono y la miró con interés. Aquella mujer rezumaba bravura.

— Responde — Continuó, elevando la voz para hacer notar su autoridad — ¿Reconoces haber asesinado a uno de mis soldados?

La mujer miró al suelo, y luego hacia uno de los laterales de la sala, desde donde la observaban sus cuatro hijos. Después, volvió a fijar sus ojos oscuros, que se tornaron estrechos y afilados como espadas, en su interlocutor.

Estaba claro que tenía miedo de la suerte que correrían sus vástagos, no de él.

Su cabello se encontraba desordenado y la piel que dejaba entrever su toga estaba cubierta de lesiones que iban desde un color negruzco a violáceo. Hacía un verdadero esfuerzo por mantener abierto uno de sus ojos, tan hinchado e inflamado que expulsaba gran cantidad de lágrimas sin control.

Los sirvientes de palacio la habían aseado, pero hasta un ciego podía adivinar la clase de tortura a la que había sido sometida.

— Escuchame bien, Alejandro hijo de Filipo — Declaró finalmente la prisionera, tomando aire — Mi hermano Teágenes murió a manos de tu padre, y yo acabo de morir a manos de uno de tus capitanes — Dijo, pese a su condición, manteniendo una actitud enérgica y valiente —  No me importa lo que decidas hacer conmigo ni el castigo que tengas preparado para mi. El sufrimiento que ya se me ha infligido ha llegado a tal extremo que, si pierdo la vida, obtendré la libertad.

El Rey arqueó una ceja y se levantó del trono. Su estatura hacía honor a su apodo de El grande.

Tras el asedio de la ciudad de Tebas, había mandado destruir todas las casas, una por una, y respetar los templos. La mujer que habían conducido hasta su presencia, estaba acusada de matar a uno de los mejores soldados de Alejandro Magno, Osidrio.

Los cabellos rizados de la mujer ondularon suavemente sobre su frente, mientras esperaba la respuesta del Rey invasor.

— Dime tu nombre — Exigió Alejandro.

La prisionera irguió la barbilla, mostrando sin percatarse la fina herida causada por una daga, rodeando su esbelto cuello.

— Timoclea — Respondió, con voz firme.

El Rey bajó la escalera que lo separaba de la prisionera en tres zancadas, mientras sus súbditos la obligaban a arrodillarse.

Timoclea forcejeó.

— Basta — Dijo el temible Rey, levantando la mano para que sus súbditos se detuvieran y la soltaran — Responde Timoclea de Tebas ¿Eres la asesina de uno de mis soldados?

Timoclea volvió a ponerse en pié. Miró una vez más de soslayo a sus hijos y apretó los puños de sus manos.

— No era un soldado, sino un perro rabioso — Replicó con coraje.

Alejandro no mudó su expresión y continuó analizando a la mujer.

Las violaciones eran habituales en la guerra, y si permitía que la mujeres se vengaran así de sus captores, podría iniciarse una peligrosa rebelión. No debía ser indulgente, ni siquiera con el inocente.

— Responde — Repitió el Rey — ¿Eres o no la asesina de Osidro?

Timoclea dejó escapar una especie de quejido, y se llevó a la cara una mano para taparse la boca. Acto seguido, enderezó su espalda y adoptó una postura que denotaba un gran dominio de si misma.

— Si, soy la asesina — Confesó — Soy la asesina de un monstruo despiadado que entró en mi casa por la fuerza, atemorizó a mis hijos, desoyó mis súplicas, destruyó mi cuerpo y devoró mi alma — Afirmó, escupiendo involuntariamente saliva mientras relataba su escalofriante experiencia — ¡Soy una asesina!

El grito final de la prisionera resonó por la sala del trono del palacio, y alcanzó los pasillos contiguos.

Atravesó también el cuerpo de Alejandro, que recibió una especie de bofetón en sus oidos y en su cerebro, en forma de onda vibratoria.

Posteriormente, se hizo un silencio absoluto.

Nadie en la sala se atrevió a mover un pelo, ni a respirar después de lo acontecido.

El Rey posó sus enormes manos sobre los hombros temblorosos de Timoclea, inclinó su cabeza y pasó por su lado.

Entonces, se dispuso a abandonar la sala caminando con total parsimonia hacia la salida del habitáculo.

Antes de desaparecer, bajo la atenta mirada de la decena de testigos del juicio y de los hijos de la prisionera, lanzó una simple orden al aire.

— Liberadla.

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