Microrrelato 28: La playa

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La lluvia que caía del cielo desprendía un fuerte olor a tierra y se posaba, incesante, sobre su piel. Como si de repente volviera a ser una niña jugando al pilla-pilla, Alejandra corrió a toda velocidad buscando un refugio en el que resguardarse hasta que amainara. En el tiempo que duraba un parpadeo, el otoño había hecho acto de presencia y había deshecho sus planes humanos.

Debido al esfuerzo con que movía sus delgadas piernas, las mejillas de Alejandra pronto quedaron coloreadas de un rojo candente, mientras que su pelo, mojado, se le fue enredado en la espalda. Finalmente, la parte de abajo de un puente le sirvió de cobijo. Cuando llegó allí, con las extremidades temblando y la respiracion agitada, Alejandra miró a su alrededor. No había nadie, solo sombras y el silencio roto por la tempestad acaecida.

Las ramas de los árboles se mecían con intensidad. Sus hojas se afanaban por agarrarse a la madera, pero solo algunas lo conseguían. De alguna manera, Alejandra temió verse también arrastrada por la fuerza del viento y salir volando con la misma facilidad que lo hacían las hojas más débiles.

Mientras pensaba a donde dirigirse, o si era mejor esperar a que escampara, se llevó una de las manos al rostro. En ese momento, descubrió que su piel tenía un curioso tacto aterciopelado. Un pensamiento fugaz cruzó su mente y no pudo evitar sonreir. Sonrió en mitad de aquella tormenta violenta.

Colocó sus dedos fríos, agarrotados, en la zona de transición entre su ojo derecho y el nacimiento del pómulo de ese mismo lado. Era como si aquel lugar se hubiera convertido en una singular playa, donde la arena contenida en las gotas de agua de la tormenta, se mezclaba con las lágrimas saladas que instantes antes habían derramado sus ojos llorosos.

Aquel dia Alejandra había ido a llorar una tristeza cerca del río, para que se la llevara lejos la corriente.

Antes sentía que lloraba su corazón, ahora que lo hacía la naturaleza.

Qué soledad más ruidosa.

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