CUATRO

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Mirna se veía feliz, y no sólo se veía, lo estaba, pues hasta le había hablado de buen modo a Liliana.

-Lilí, hija-dijo acercandose a la menor- ¿porqué no subes a tu habitación y te alistas para que salgamos a comer?

-Mirna, encerio ,¿tengo que ir?.

-Claro preciosa, tienes que ir, es algo importante- dijo Francisco. Volteó a ver a su madre y ella asintió. Le parecía algo absurdo ver a su madre con esa cara de tonta.

Algo en el interior de Liliana le daba cierta inquietud, pues quizó saber cual era el plan de esos tortolos, le parecía graciosa la escena. No dijo nada más, subió para alistarse.

Abrió su closet, en el lado derecho estaban todas las gamas de colores oscuros que puede uno encontrar, en el lado izquierdo, hasta el rincón, tenía vestidos muy lindos, no sabía si ponerse algo que siempre usaba, o un vestido. Hizo una mueca «Si voy a ir con esos dos, tengo que usar algo cómodo, pues si se trata de ellos, será algo frustrante y largo», pensó. Así que tomó unos vaqueros negros, un top negro, su gabardina de siempre, delineó sus ojos con lapíz negro, pintó un poco las pestañas, se colocó sus pulseras de cuero, alborotó su rara melena, y salió a la sala. Cuando su madre la vió murmuró.

-Liliana, tienes mucha ropa bonita, y se te ocurre ponerte ese atuendo-se cruzó de brazos.

-Mirna, todavía que me vas a llevar a no se dónde, para no se qué, ¿te pones intensa? Si es así no voy.

-Déjala que vaya como quiera, lo importante es que venga con nosotros-habló Francisco poniendo sus manos en los hombros de Mirna.

Salierón de la mansión y subierón al auto de Francisco. El camino fue silencioso hasta que aparcarón frente a un restaurante que dejó de visitar Liliana desde hace varios años.

La última vez que había estado ahí, fue en el cumpleaños número seis de Aarón. El lugrar no había cambiado demasiado, sólo el color de las paredes y los cuadros, lo demás parecía igual.

Al pasar al interior, sintió un pequeño dolor en el corazón al recordar que había empujado a su hermano al pastel, y que en ese lugar había pasado maravillosos momentos.

Se sentarón en una mesa del jardín frente a la fuente, con el calor que hacía a causa del verano, era insoportable estar adentro a pesar del aire acondicionado. La pequeña brisa de agua que empujaba el aire, le puso la piel de gallina a Liliana, a la vez que tenía el placer de volver a percibir el olor del jazmín. Sintió una gran armonía, que le trajó una sensación de profundo bienestar.

-¿Que desea ordenar señorita?- interrumpió el mesero terminando con su ensoñación.

-Algo ligero estaría bien, una ensalada de lechuga por favor.

-¿Sólo eso vas a ordenar Lilí?

-Sí Mirna, no tengo mucho apetito.

El mesero tomó nota y se fue.

-Lilí, come algo más, ultimamente estás muy delgada y ojerosa- dijo su madre tomando la mano de su hija. Liliana rechazó ese gesto separando su mano.

-En todo caso, a ti no te importa demasiado, te da igual si como o no. Además, no estoy ojerosa, es el delineador que da esa apariencia, no vengas hacerte la gran madre ahora.

-¿Por qué eres tan borde conmigo hija?

-Yo no soy borde Mirna, tú me forjaste así.

-Por favor no peleen- interfirió Francisco. Mientras el mesero colocaba los platos en la mesa- ni parecen madre e hija.

Liliana iba a reprochar, pero prefirió callar. Él tenía que enterarse de la clase de mujer que era Mirna, pero por ahora no, ella encontraría el momento adecuado.

Empezarón a comer, los tortolos se miraban tiernamente, que bueno que Liliana había pedido algo ligero, pues de ver la escena sólo le daban ganas de vomitar. Se quedó pensando si algún día su mamá y su papá se veían así de cursis hace unos años atras cuando ella todavía no llegaba al mundo...

-Lilí, hermosa, tenemos que darte una noticia- pronunció Francisco mirandola.

-¿Ya podre vivir con mi abuela?

-No Lilí, otra cosa aún mejor- dijo su madre con una sonrisa en la cara- ¿se lo dices tú, o se lo digo yo Francisco?

-Bueno...veras. Tu madre y yo...

-Han decidido unir sus vidas en santo matrimonio- soltó Liliana sarcástica.

-Sí, ¿no te alegras?- murmuró Francisco al mirar el gesto desencajado de la chica.

-No. Y francamente me da lo mismo si ustedes deciden aventarse al barranco y morirse. No quiero estar aquí, me voy a la casa.

Liliana se levantó de la silla, tomó su gabardina y caminó dirección a la salida. Llegó a la calle, hizo parar el autobus, por suerte ella siempre tenía el habito de traer la billetera.

Nunca más en SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora