1. La magia de un libro

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San Miguel de Allende, Guanajuato1988

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San Miguel de Allende, Guanajuato
1988

Basado en experiencias personales.

Como lectora, reconozco que los comienzos en la ficción, la mayoría de veces, difieren al de la vida real, porque de ser iguales, el nacimiento los definiría; sin embargo, es en los relatos donde representan el parte aguas de una serie de acontecimientos que pudiesen ser reflexivos, aún si eso implicase narrar los últimos días de los personajes.

     El comienzo de mi historia se remonta a la fecha que detonó la magia. En esa época, yo tenía diecisiete años y residía en San Miguel de Allende, un municipio ubicado en el centro de Guanajuato.

     Los recuerdos de aquella mañana los atesoro con claridad. Desde temprano, salí de casa para entregar los pedidos de comida pendientes e iba a realizar las compras solicitadas por mi mamá. Minutos antes del mediodía, me encontraba en el concurrido mini súper que presumía de vender frutas y verduras a los precios más bajos de la zona. El dueño, Don Evelio, era un hombre alto, de tez morena y barbudo; hablaba con todo aquel que osaba a sumergirse por los pasillos de su tienda.

Sin demorarme más de quince minutos, guardé en la canastilla lo anotado en la lista. Tras aguardar en la fila entre mujeres de semblante adusto, pagué mi compra, coloqué las bolsas en la cesta de mi bicicleta y emprendí el viaje de regreso a casa. Hasta esa tarde, las cosas no disiparon de mi habitualidad, y hoy en el presente, me pregunto: ¿Cómo se suponía iba a saberlo? ¿Sospecharlo siquiera? ¿Tener idea alguna de los eventos inimaginables de los meses siguientes?

    Y la respuesta se resumen en un: quizás nunca. Porque ahora, pienso que quizás los momentos cruciales no vienen precedidos de señales ni se desvelan en premoniciones. O quizás fui una completa idiota, porque aunque mi hogar era común y sin nada especial, tropezar con un escenario tan absurdo como la de aquel día solo hizo que enarcara una ceja ante la confusión: mi tía, una mujer de setenta y un años, subida en un banco en conjunto de una escoba que apuntaba hacia el techo de ladrillos, maldecía por lo bajo.

     Y yo, al dar un rápido vistazo, y tras no ver nada sospechoso, entonces pregunté: ― ¿Qué hace, tía? ―Me acerqué a ella y la sostuve de la cadera―. ¿Por qué está arriba? Puede caerse y romperse un brazo. ¿No ve que el banco está cuarteado de la pata? Voy rápido a dejar las bolsas y regreso a ayudarle a limpiar.

     ―Qué va.

     Una respuesta corta y tajante. Aquella frase funcionaba como una negativa rotunda ante una proposición o sugerencia. Su expresión aniquilaba cualquier afirmación tachada de incoherente; una palabra jocosa que manifestaba incredulidad o rechazo, según el matiz del contexto. Cuando me la decía, evitaba continuar con el tema y dar por terminada la conversación.

     ―Llevaré el mandado adentro y regresaré a ayudarla a barrer. El norte de ayer nos dejó el piso lleno de tierra y hojas secas. Usted puede resbalarse, tía, ¿no vio que la pata del banco está cuarteada?

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora