11. Feliz cumpleaños

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En cada uno de mis cumpleaños, mi abuelita Mariana acostumbraba hacerme una tarta de galletas

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En cada uno de mis cumpleaños, mi abuelita Mariana acostumbraba hacerme una tarta de galletas. La noche antes hervía la leche con la piel de limón y ramas de canela, para que el sabor se intensificara. El siguiente paso, el día de la preparación, era poner poquita agua a calentar en un cazo bajo fuego, y una vez, a la temperatura adecuada, dejar caer los pequeños trozos de chocolate, previamente partidos.

Mi abuelita Mariana le decía a mi mamá que no se preocupara en gastar los pocos pesos sobrantes de la quincena en un ostentoso pastel, si bien ella podía preparar un postre delicioso con la ayuda de Xóchitl y mía. Como no contábamos con un horno propio servible, mi abuelita pensó en hacer una tarta que, muchísimos años atrás, había escrito en su libro de recetas, herencia de mi tatarabuela.

Descalzas y en pijamas, mi hermana y yo, revolvíamos la mantequilla con el azúcar en un bowl hasta que la consistencia se pusiera cremosa. Una vez el chocolate fundido, mi abuelita Mariana le rociaba una pisca de vainilla, revolvía, echaba más azúcar y lo juntaba con la crema de mantequilla. Mientras Xóchitl y yo remojábamos las galletas en la leche, nuestra tita, sin dejar de mover lo de la olla en la lumbre, añadía dos yemas separadas de las claras, y removía para integrarlo bien en el chocolate.

Para montar la tarta completa, en un recipiente rectangular de vidrio, lo forrábamos con papel de hornear e íbamos cubriéndolo con una hilera de galletas humedecidas por la leche, después, le poníamos una capa de crema de chocolate, hasta repetir los pasos cuatro veces, y a lo último, meterlo en el refrigerador.

Simples pasos que habían pasado de la tatarabuela hasta mí.

Y es que, a menudo, pensamos que cuando las personas mueren dejan de existir. Desaparecen sin más. En un instante están y luego ya no, dejando un asiento vacío en la mesa de las reuniones familiares y en nuestro entorno.

Lo que puedo decir es que mi proceso de conocer a la muerte fue raro. La primera vida cercana que vi partir fue nuestro compañero canino, quien estuvo a nuestro lado hasta su aniversario dieciocho. La segunda vida fue un pollito pintado de verde que al cuarto día de tenerlo conmigo, amaneció tieso. La tercera vida, la más dolorosa, pese a que pudo hablarme y prometerme que nos reuniríamos más adelante, se trató de mi abuelita Mariana. Su muerte se sintió como si un eclipse total hubiese oscurecido mi alma y que, me hizo conocer el verdadero dolor que causa el perder a alguien que amas.

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora