7. Sueños de la infancia

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A las seis de la tarde, Don Evelio cerraba su local, justo cuando el sol comenzaba a esconderse tras las montañas, tiñendo el cielo con tonos naranjados

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A las seis de la tarde, Don Evelio cerraba su local, justo cuando el sol comenzaba a esconderse tras las montañas, tiñendo el cielo con tonos naranjados.

Las rejas de madera quedaron vacías, apenas con unas cuantas verduras frescas restantes. Esa tarde, debido al proyecto, la cortina metálica se mantuvo abierta. Felipe, Lucía, Samuel y yo reorganizamos los productos, trayendo los del fondo hacia los estantes del frente para evitar que pareciera vacío en la filmación.

Una vez todo quedó listo, Felipe colocó una silla de madera afuera, frente a la fachada del minisúper donde se mostraba el nombre. Lucía ajustó la cámara en el trípode y Samuel midió la distancia del micrófono sobre la silla. En ese momento, me pregunté si mi presencia realmente aportaba algo. Era como si en mis días de ausencia, ellos hubiesen encontrado un mejor ritmo sin mí.

La tarde avanzó lento. Miré mis tenis mugrosos mientras los demás se organizaban. Lucía le negó la cabeza en desaprobación a Felipe para mover la silla a la derecha. Explicó que el encuadre de la toma se apreciaría aún más si se dejaba un espacio considerable entre la fachada del local y el señor. Sin ponerse de acuerdo, los dos entraron en una discusión para defender su punto.

Samuel dejó sobre el suelo el micrófono y entró en la conversación. ―Tengo una idea ―les anunció.

Mis amigos lo miraron atentos.

Samuel dijo un par de cosas, señaló la cámara y la fachada de la tienda.

Lo admiré de lejos. Se veía confiado dentro de aquel overol desabrochado. Sus risos se movían a la par del viento y los hoyuelos extendieron la sonrisa de su rostro. Durante todo el lapso que habló sin detenerse, me tuvo cautivada como una espectadora en trance, admirando no solo su habilidad para liderar sino también su carisma natural.

Mientras esperé las indicaciones, recordé nuestra conversación de la noche anterior.

¿La habría considerado inolvidable como yo? ¿Le agradé lo suficiente para querer convertirse en uno de mis amigos? Quise volver a hablar con él. A solas. Siendo una egoísta sin reservas. Quise que alrededor desapareciera o se paralizara, y sólo los cuerpos de Samuel y el mío fuesen los únicos en moverse. Dos pulpos a mitad del mar.  Un pez payaso y una anémona en simbiosis. Él me contaría sobre su abuelito, el proceso de empezar a vivir sin él, y yo lo escucharía mientras vería el par de labios rosáceos abrirse y cerrarse, mostrando de vez en cuando la hilera de dientes blancos.

―Lucía, siéntate en la silla ―le pidió Samuel con familiaridad.

Mi amiga lo miró desconfiada, pero hizo caso a la indicación.

Felipe, por su parte, agarró el micrófono de cañón.

Como un experto, Samuel movió algunos botones de la cámara. Miró concentrado a través del visor y tras hacer una mueca de disgusto, volteó a verme, expectante. ― ¿Te parece que está bien así?

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora