Iba a volverme loca. Estaba decidido.
La oportunidad que los tíos de Iván me habían brindado cayó como anillo al dedo.
Los chicos, mi familia y yo coincidimos en que la promoción a esa magnitud nos haría un favor inimaginable, ya que más de la mitad de San Miguel leía las páginas de aquel periódico. Y es que, escribir una nota lo suficientemente buena para promocionar nuestro negocio de comida, quizás, en mi época de bachillerato, hubiese sido producida en menos de una hora; sin embargo, por alguna razón, la ansiedad y la inseguridad de escribir palabras horrendas me asechaban como si fuesen la versión maligna de mi propia sombra.
Era un trabajo real, es decir, por supuesto que la retribución económica faltaba, no obstante, si tenía éxito y mi nota salía publicada, claro que nuestro negocio estaría en la mira de varias personas más, lo cual se traducía en ingresos monetarios. Pero temía demasiado. La vida real, por primera vez, me pareció incomparable con la escuela, que hasta cierto punto podemos percibirla como un lugar seguro donde podemos fracasar sin que las consecuencias sean más allá de una mala nota.
Mi bote de basura ya estaba repleto de hojas arrugadas y hechas bolas. Ninguna me convencía. Cada versión de lo que quería comunicar era la peor, una tras otras. O así lo veía yo. Suspiré profundo. Traté de respirar calmada. Sabía que si conectaba conmigo misma, en un acierto impredecible, podía conseguir agrupar las letras de forma que tuviesen mínimo un sentido decente que pudiese presumir de la hazaña de colarse entre tantos autores calificados para cubrir una noticia de un periódico real. No escolar. No un noti chisme. ¡Se trataba de algo grande!
A las tres de la tarde llegué al quiosco. Ahí me reuní con Lucía quien al cabo de un rato se marchó apurada porque debía regresar a la universidad a terminar de editar el documental que presentaría los días siguientes en el auditorio de su escuela. Le deseé suerte y, ella corrió tan rápido que ni siquiera fui capaz de verla irse a lo lejos.
La garganta comenzó a irritarme. Sentía una pesadez en el estómago al igual que sequedad en la laringe. ¿Ya estaba listo? La oficina de correos cerraba el recibidor a las cinco y todavía debía ir en un viaje en bicicleta de treinta minutos para llegar.
― ¿Está feo, verdad?
Samuel me miró extrañado. Como un regalo del cielo, él había aparecido en el quiosco. Su camiseta amarillenta con el dibujo de un gatito pintando en el centro quitó mis dudas, pese a que había sido lo que captaron mis ojos antes de mirarle la cara. Si iba a recibir el consejo de alguien, ese tenía que ser de él. Tiré un par de hojas más. Escribí, borré, escribí y trituré. El borrador aun no lograba convencerme.
Envidié a esas personas que escribían del mismo modo que un músico toca una canción aprendida y ensayada una y otra vez. Conocía gente que sin pensarlo, escupía a través del movimiento de sus manos las palabras correctas que maravillaban a cualquier lector. Nunca fui de ese club. Yo repasaba mis escritos hasta cien mil veces si era necesario. Si bien era cierto que mi mayor enemiga solía ser yo misma, también la humildad surgía y reconocía, que tal vez, podía mejorar.
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Por un deseo
RomanceMeztli ha tenido mala suerte en el amor, algo contraproducente para una chica que anhela vivir una historia igual de romántica a la de los libros que lee, por lo que meses después de haber terminado su última relación, decide que es tiempo de invita...