12.El peso de la culpa

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Cuando las malas noticias llaman a la puerta de nuestros hogares, nos enfrentamos a dos caminos divergentes: el primero viene ligado a la rendición

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Cuando las malas noticias llaman a la puerta de nuestros hogares, nos enfrentamos a dos caminos divergentes: el primero viene ligado a la rendición. Es el minuto en que aceptamos la derrota. Permitimos que el dolor envuelva cada parte de nosotros y nos arrastre hacia la abrumadora sensación de impotencia. En ese instante, podemos sumergirnos en un océano de preguntas sin respuestas, con el afán de entender por qué la vida parece tener una predilección por el sufrimiento como si fuésemos un imán de infortunios.

La segunda opción, por otro lado, aunque también puede surgir del mismo sentimiento de rendición, me gusta pensar que está marcada por un acto de desafío, que revela la resistencia nacida desde nuestro interior, y que, con esfuerzo, nos impulsa a persistir y a levantarnos para avanzar, pese a una adversidad que esconde cualquier atisbo de luz esperanzador de la situación.

Después de escuchar a mamá, entendí el nerviosismo. Los días que no alcanzábamos la meta semanal de venta traía consigo la frustración en conjunto al desaliento. Y la respuesta siempre estuvo ahí.

Mi madre nos explicó, a mi hermana y a mí, que meses atrás, debido a los problemas económicos que veníamos acarreando desde el accidente de la tía Hermila, cuando se cayó del cuarto escalón y fue atendida en urgencias para realizarle una cirugía, las cuentas sumaron bastante al no contar con un seguro médico, por lo que tuvieron que solicitar un préstamo e hipotecaron la casa, pensando positivo y creyendo que las ventas saldrían bien; sin embargo, había resultado lo contrario.

Según mamá, a mediados de Septiembre teníamos que saldar una cuenta grande, y ni vendiendo los siete días de la semana podíamos alcanzar a pagarla; así que, ella había hablado con mi tía de Guadalajara para considerar la idea de trasladarnos allá en su rancho. Mi tía Glenda era una mujer de la tercera edad, pero todavía daba su lucha en la industria ganadera. Tenía hijos grandes, casados, por lo que vivía sola junto a su perro Manchas y los tres capataces que le ayudaban con las vacas.

Yo me resistí a concebir esa idea como algo probable a suceder. De solo pensar en el hecho de dejar atrás la casa donde había vivido todos esos años y, que además, también tendría que despedirme de mis amigos y mis lugares favoritos, me taladraba lentamente.

A la mañana siguiente de mi cumpleaños desperté y llamé a Lucía. Ella lloró conmigo en la línea telefónica. Ninguna quería aceptar aquella realidad salida de un cuento de terror. Esa tarde, fui al quiosco del jardín. Comencé a pensar en ideas que pudiesen ayudarnos a cubrir la deuda, pero nada llegó.

― ¡Meztli! ―gritó Lucía a lo lejos, venía acompañada de Samuel y Felipe. Ella entró al pequeño quiosco, detrás venían los chicos. ― ¡No puedes irte! ¿Por qué Azucena creería que irse a vivir kilómetros de distancia sería la solución?

―No lo sé ―dije lloriqueando.

―Puedes quedarte conmigo. Sé que a mamá le agradará tenerte en casa. Habría que explicarle la situación. Ambas trabajaríamos, así no tendríamos problema con la comida. Papá suele ponerse de mal humor cuando el refrigerador está vacío, pero podemos solucionarlo ―propuso ella, apresuradamente. Luego se cayó y sus ojos se humedecieron―. No quiero que te vayas, amiga.

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora