2. Monedas de esperanza

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Amos Alcott alguna vez afirmó que un buen libro es aquel que despierta expectativas al abrirse y se cierra con provecho, y yo estaba convencida de eso

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Amos Alcott alguna vez afirmó que un buen libro es aquel que despierta expectativas al abrirse y se cierra con provecho, y yo estaba convencida de eso.

A lo largo de mis años de devoradora de historias, había escuchado hablar de la sensación sublime que una buena lectura puede generar, y si bien, creía haberla experimentado en más de una ocasión, aquellos días, gracias a mi última adquisición, se asemejaron a una marea de sensaciones diversas.

Las expectativas quedaron cortas antes el provecho de terminar de leerlo.

Fue aquella tarde, tras salir de la feria, que pude desvelar el secreto de la obra impresa, y hacerlo me dejó anonadada al mismo tiempo que maravillada. Cuando corté el yute y retiré el papel de traza, descubrí un ejemplar de aspecto poco común: la presentación era una cubierta gruesa, similar al cuero, de color marrón. En relieve, la figura de una brújula adornaba el centro de la portada, mientras un cordón trenzado lo rodeaba para mantener unidas las viejas páginas que estaban a punto de desprenderse, y se enredaba en un botón con una rosa trazada en el mismo metal.

En el interior, una bolsita de tela color azul con brillos, guardaba dos monedas doradas: una tenía la palabra "Un deseo" grabada junto a una media luna, y la otra una flor con raíces.

No pude atreverme a intentar curar el libro, temiendo que al hacerlo, lo deshiciera por completo.

Lo miré fascinada.

Estaba delante de un antiguo encuadernado escrito por un hombre llamado Samuel R. F.

Cuando empecé a leerlo, dudé en si se trataba de una novela de romance; puesto que, los textos narraban momentos específicos como la primera vez que Samuel vio a lo lejos a aquella chica que tanto admiraba, pero no se atrevió a hablarle; los intentos fallidos de acercarse a ella y la manera en que imaginaba su voz antes de poder escucharla.

Aquel hombre amaba a Pamela con absoluta locura, de eso no había duda. Y yo deseé conocer a alguien que pudiese adorarme con la misma intensidad. Ese era mi mayor dilema como lectora. Pasaba días enteros bajo la ensoñación de conocer a alguien igual a los personajes ficticios que leía.

Dos días me llevó concluirlo, pero a mí me gustaba releer mis libros nuevos porque les encontraba una reinterpretación a mis frases favoritas y también detalles a los que no les puse atención con anterioridad.

Así que detrás de la última leída solté un suspiro, tomé mi lápiz y encerré en un óvalo la oración que me hizo burbujear el corazón. Quise proseguir, pero unos dedos se interpusieron en mi campo de visión para interrumpirme el disfrute de mi lectura.

―Xóchitl no seas pesada ―le pedí a mi hermana y alejé su mano de mi cara. Por esa razón procuraba encerrarme en mi habitación, lejos de cualquier ruido que pudiese interrumpirme.

Entre las letras, hallaba una reconfortante soledad. Las horas se desvanecían, el sol se convertía en luna sin que yo lo percibiera, y los problemas se evaporaban. Allí, podía derramar lágrimas sin temor a la mirada inquisitiva de otro. Disfrutaba de perderme en la lectura, ya fuera en la comodidad de mi cama o frente al escritorio, aunque al final de cada sesión, mi espalda protestara por el peso de la postura erguida.

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora