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     ― ¿Ustedes se imaginaban esa historia de Don Evelio? ―preguntó Felipe mientras se secó el sudor de su nuca.

     Habían transcurrido dos horas seguidamente de haber finalizado la entrevista del señor. Una vez que recabamos las tomas extras del interior del minisúper, agradecimos, y los cuatro nos fuimos al quiosco habitual donde me reunía junto a Lucía y Felipe; sin embargo, aquella vez, la presencia de Samuel nos acompañó.

     ―Sabía que Don Evelio amaba muchísimo a su esposa, de eso no hay duda, pero desconocía que ella fue quien lo impulsó a abrir el negocio ―dije yo, honesta―. Es una pena que no esté con vida y sea testigo del fruto del esfuerzo de su esposo.

     ―Ya decía yo que Don Evelio tiene un gran corazón. Si que le tuvo que patalear demasiado para hacerse de su local. Con razón es tan estricto y cuidadoso a la hora de contratar el personal ―comentó Samuel.

     ―Casi me suelto a llorar ―admitió Lucía, abanicándose el rostro―. Tuve que morderme la lengua. A veces olvido ser una profesional.

     ―Esta entrevista se queda ―sentenció Felipe―. Si no le conmueve aunque sea un mínimo a la maestra Rosaura, es porque carece de alma.

     Lucía se levantó y agarró la mochila donde guardaba el equipo de grabación. ―Concuerdo contigo, Felipe. La entrevista de Don Evelio es de lo mejor que tenemos. A ver si mañana sacamos más. Me gustaría aprovechar el día de hoy, pero mi mamá quiere que le ayude con los últimos ajustes de la mojiganga.

     Felipe también se levantó. ―Yo igual me voy. Mis padres invitaron a mi tío y su colega de las noticias, quieren que me vaya relacionando con los grandes. Si no nos vemos después, es porque me tiré de la ventana de mi cuarto.

     ―Tranquilo, verás que algo grandioso saldrá de esa comida, Felipe.

     ―Ojalá que así sea. Gracias Samuel.

     Cuando me quedé sola con nuestro nuevo amigo, las palabras se quedaron atrapadas en mi mente. Me mordí el labio, insegura. Mi vida social se resumía en mis únicos dos amigos, los clientes y mi familia. En mis tardes libres, acostumbraba leer mis libros, el que fuese, pero ni eso tenía en casa y aventurarme entre las páginas de ejemplares académicos tampoco sonaba alentador. No quedaba de otra que volver a llegar tarde a la casa e ir a visitar al señor Miguel.

     ― ¿Tú también tienes planes? ―inquirió Samuel, mirándome como si esperara a que la respuesta fuese negativa.

     Dije que no con la cabeza y le pregunté: ― ¿Tú?

     ―Quizás caminar por ahí ―respondió a la par que encogía los hombros.

     ―Bueno, pensaba en ir a la librería de Don Miguel. Si quieres, puedes acompañarme ―propuse, cuidando que mis palabras no sonasen efusivas ante la idea que complacía a mi corazón.

     La sonrisa alegre dibujada en el rostro de Samuel me dio las buenas noticias. Ambos, salimos del quiosco, uno a lado del otro, acompañándonos bajo los rayos de la luna. Las siete de la noche era el número perfecto del reloj en que se podía andar en las calles de San Miguel y encontrarse a personas viviendo sus vidas ajenas al resto.

     A esa hora, habían puestos de comida en la orilla del parque, niños corriendo y música alegre salida de las bocinas de los restaurantes.

     ―Este lugar es más hermoso de lo que soñaba ―admitió Samuel de la nada.

     ― ¿La avenida?

     Él soltó una risa sonora. ―La ciudad.

    ― ¿Qué es lo que más te gusta? Descuida puedes ser honesto, si no te gusta nada lo entenderé.

Por un deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora