Diario de una housekeeper

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El banquete en casa de los Castell se ha extendido. La algarabía por la futura boda ha dado pie a que unos invitados llamaran a más gente, de una treintena la cosa ahora asciende a un centenar y Carles y Kim se han desaparecido. Sospecho que lo han hecho porque quieren evitar tal barrullo y puede que, también, porque han ido a corroborar lo de los armarios. Me río para mis adentros.

Estoy sentada junto al señor Castell, el ambiente a nuestro alrededor parece un tanto más íntimo, nos hemos quedado rezagados en una esquina de la mesa, sobre esta ya no hay nada de lo que estuvo dispuesto durante la comida, esto era una tonelada de mariscos que debió costarles una fortuna, y en su lugar únicamente yacen algunas copas con cava y otras con vino blanco. La señora Castell se me acerca y dice que Carles y Kim le han dicho que no me quedaré. Muy a mi pesar le confirmo la información.

—Acabo de empezar a trabajar en un restaurant y mañana he de hacer el turno.

—¡Ah, pero eso no es problema! —se sienta a mi lado—. Quédate y mañana te vas con Joan y Mercè. Llevarán a Ariadna al aeropuerto porque se va a Berlín. Estarán en Barcelona antes de las diez.

—Es muy amable, señora Castell, pero precisamente vine aquí con mi jefe y me sentiría muy mal si, después de hacerle que me trajera, le salgo con que tendrá que marcharse solo.

—Bueno —se lamenta la mujer—. En ese caso, sólo me queda decirte que esta es tu casa, que acá tienes familia, que puedes venir cuando te apetezca y por favor, no me sigas llamando señora Castell. Mi nombre es Eva. Puedes decirme así.

—Y a mí Arnau —pide su marido—. Y tal como ha dicho Eva, puedes venir por acá siempre que quieras.

—Gracias a los dos —sonrío.

Eva sonríe también. Poco después nos vemos imbuidas en una charla sobre la finca que poseen. Arnau interfiere y me explica con exactitud la extensión de la misma. Añade, además, que abajo está playa y que poseen los permisos para usarla como si fuera de su propiedad.

—Hay unas escaleras para descender —dice—. Si quieres dar un paseo le pediremos a Sonia o Talia que te acompañe. ¿No es así, Eva?

—Talia seguro que irá —se pone en pie la mujer, acomodándose la parte baja del vestido que lleva puesto—. Le encanta la playa. Siempre que viene baja y camina un rato. Hoy cuando llegó fue lo primero que hizo, así que no me sorprendería que hacerlo de nuevo.

—No Eva, no le molestes entonces —digo—. Si no te importa le pediré a uno de mis amigos que vaya conmigo.

—¡Sí, estupendo! —me aúpa la mujer—. En ese caso, le diré a Talia que sólo vaya a abrirles la portezuela que hay en las escaleras.

Acepto. Poco después me despido de Arnau, Eva va en dirección a la casa en busca de la nuera, busco entre el gentío a Cata y a Yolanda a ver si quieren acompañarme, las diviso en un rincón del jardín imbuidas en sendas charlas con Mercè y Dolors, a unos pasos de ellas está el marido de Yolanda conversando con Sebastià y muy en la distancia, Diego. Me mira con desesperación apenas nuestras miradas se cruzan. Las nietas de los Castell le tienen cercado.

—Haré lo que me digás en los próximos mil años —respira de alivio tras rescatarle.

—¿Mil nada más?

—¡Ja-ja! —me mofa—. Vos reíte. Me queda claro que no les viste la cara a esas pirañas.

—Se llaman hormonas.

—Sí bueno, vos deciles como querás —echa un vistazo furtivo hacia atrás—. Que a mí fue a quien asediaban.

—¡Chico, pero si son unas triponas! —me carcajeo—. ¿Qué podían hacerte?

Esto nada más me pasa a mí ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora