Roses

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Diego ha permitido que me quede a trabajar a pesar de lo que hice y dije delante de los Van Bokhoven. Fue un impulso, uno cargado de mucha ira, tristeza y decepción, y no pude controlarlo. El resultado es que he confesado que soy una cualquiera que va por ahí acostándose con todos, pero no me importa si con ello consigo que Henry y todo lo que representa desaparezca de mi vida. Deseo volver al estado en que no le conocía, todo parecía fácil, las lágrimas no formaban parte de mí y en cierto modo, era feliz.

Diego me observa. Estamos en la oficina, no ha querido que el resto de empleados se enteren de lo que pasó, así que me ha cogido de la mano y me ha llevado con él dentro.

—¿Qué ha pasado allí afuera? —pregunta, descontento—. ¿Por qué le has dicho a esa gente todo eso?

—Lo sabes —limpio mis mejillas.

—No, no lo sé, pero me gustaría que me lo contaras —cruza los brazos.

—Quiero que todos dejen de hablarme de Henry.

—¿Y decidiste hacerlo gritando a los cuatro vientos que eres...?

Se detiene antes de acabar la frase con alguna palabrota. Sé que está enfadado, que hasta puede que piense que no fue tan buena idea darme empleo, así que me preparo para que me lo diga. Podemos ser amigos, pero también sé lo perjudicial que puede ser lo que pasó en un lugar como en el que estamos.

—Entenderé si me despides.

—¿Qué decís? —agita la cabeza—. No voy a despedirte. Quiero que te quedés y ya has escuchado que esa gente también lo quiere.

—No volverán —doy por sentado—. No sabrán si me quedé o no.

—No me importa si vuelven o no —camina hasta donde me encuentro—. Lo que me importa es que estés bien. Apenas te conozco. Y sí, puedo entender que querás deshacerte de toda esa mierda que te está corroyendo, pero la forma que has elegido para hacerlo, al menos hoy, no ha sido la correcta. Pensá, no es lo mismo que las personas digan algo de ti a que lo digas tu misma.

—Necesitaba hacerles comprender que no quiero saber nada más sobre el hijo. ¿Qué otra cosa esperabas que hiciera?

—Decir la verdad —me coge del mentón para que le vea.

—Lo siento —me disculpo—. Sé que hoy te he puesto en un compromiso.

—No, ni hablar —me abraza—. Sé por lo que estás pasando, pero me gustaría que empezaras a gestionarlo de otro modo.

—Lo intentaré, te lo prometo.

—Bien, en ese caso, quiero que cojás tus cosas, te vayás a casa y descansés. Lo necesitás.

—¡No Diego, no! —suplico—. Si me voy me sentiré peor. Deja que me quede.

—¿Estás segura?

—Te lo prometo.

Cede. Horas más tarde consigo superar la jornada, Diego me acompaña al coche, dice querer cerciorarse de que esté bien y que regrese a casa con mejor ánimo de como estuve mientras atendía mis primeras mesas. Le aseguro que estoy mucho mejor. Duda. Luego añade que sabe que lo que pasó no voy a poder olvidarlo tan fácil como quiero hacerle creer.

—Te peleaste con esa gente.

—¿Sigues pensando que se me fue la mano? —abro el carro y meto mi bolso.

—¿Qué crees tú? —se recuesta contra la puerta y me ve.

—Debía pararle los pies a esa gente —me acomodo a su lado—. Los Van Bokhoven, y en especial la señora Inés, necesitaban saber que el hijo no es quien creen. Lo ven como una mina de oro, una especie de cueva de Alí Babá, pero lo cierto es que ese no es más que una vulgar pirita y que brille como lo hace no es más que un farol.

Esto nada más me pasa a mí ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora