DESESPERACIÓN

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La cueva es fría y oscura, con una alfombra de arena que cubre la entrada. Ocultas en sus profundidades como dientes retraídos, varias puntas de roca afilada acechan a los viajeros incautos que pretenden convertirla en su cobijo.

¿Incautos? No, más bien desesperados.

Me tiemblan las piernas, demasiado débiles bajo tu peso muerto, mientras nuestras botas se hunden en el terreno inestable. El calor que nos abrasaba la nuca horas antes se ha esfumado con el sol, dando paso a una gélida noche que apenas logra arrancar débiles volutas de aliento de tus labios resecos.

Te apagas, Link. Lo noto en cada una de tus exhalaciones. Por eso me obligo a acelerar el paso, aunque ya apenas me queden fuerzas, mientras nos internamos más y más en ese pequeño estómago de roca estéril con forma de calavera. El único refugio que hemos encontrado en varios kilómetros a la redonda. Un milagro.

Dicen que la desesperación es el medio para quien ya no tiene esperanzas. Por eso, a menudo, las ideas desesperadas nunca salen bien. No están lo suficientemente pensadas o estudiadas. Nadie ha reflexionado acerca de cada minúsculo detalle que pueda asegurar el éxito. Son decisiones que pertenecen al corazón y no a la cabeza.

Pensé que, si no había sido capaz de despertar mi poder hasta ahora, tal vez ese podría ser mi papel: pensar con la cabeza. Elaborar un plan sin fisuras que condujera a otros a la victoria. Después de todo, estudiar siempre se me había dado bien. Podría centrarme en conocer a fondo las regiones, cada punto fuerte y cada debilidad de nuestros enemigos, y de esa forma ser útil. Por eso he insistido en viajar, de norte a sur y de este a oeste, a pesar de que cada día los monstruos parecen más y más agresivos.

Fallé en ese santuario. Soy consciente de ello. Pero incluso entonces, incluso con mi padre y gran parte del reino en mi contra, supe lo que tenía que hacer. A pesar del miedo y la incertidumbre que me corroían en aquellos momentos, puedo asegurarte que la selección de los cuatro Elegidos fue hecha con la cabeza. Todo estaba previsto, porque ese era mi trabajo como princesa de Hyrule: proteger a mi pueblo. Protegerte a ti.

Un bache. Las rodillas te fallan y ambos nos tambaleamos. Lucho para impedir que perdamos el equilibrio, pero es inevitable: tras un último crujido, las maltratadas cintas de tu escudo terminan por rasgarse del todo y caemos. Rodamos hasta el centro de la cueva, a pocos metros de distancia. Cada piedra del suelo se clava en mi piel expuesta y corta la ropa hasta reducirla a un amasijo de sangre y suciedad. Aún así, no te suelto.

Cuando aterrizamos, el dolor nos obliga a quedarnos un rato inmóviles bajo la escasa luz mortecina de la luna creciente. Oigo tu respiración entrecortada y me maldigo por haber sido tan torpe. Por no tener más fuerza. Por no saber blandir una espada con la misma facilidad y destreza con la que tú la empuñas. Por no ofrecerte nada y que, a pesar de todo, hayas puesto tu vida en mis manos sin cuestionarlo.

Ese era mi trabajo como princesa de Hyrule: proteger a mi pueblo. Protegerte a ti.

Con torpeza, deslizo una mano hacia tu costado derecho, bajo la túnica desgarrada, y ahogo un sollozo al sentir que el torniquete se ha deshecho. La piel está caliente y húmeda al tacto. Húmeda de la única sustancia líquida que se puede encontrar en este lado del desierto: la sangre.

Me apresuro a incorporarme y presiono la herida con ambas manos hasta que emites un débil gemido.

«Abre los ojos, Link. Por favor, por favor, abre los ojos».

Pero no sucede. Tus párpados siguen sellados mientras tus mejillas continúan mudando de color a pasos agigantados. Mi desesperación aumenta. Rasgo otro pedazo del bajo de mi túnica e intento rodearte el costado con ella.

Ese era mi trabajo como princesa de Hyrule: proteger a mi pueblo. Protegerte a ti.

Una vez más, he fallado.

Espíritu guardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora