SOMBRA

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Cuando mi madre murió, empecé a tener pesadillas. Algunas eran tan vívidas que podía sentir el oscuro roce de sus garras arañando mi cuerpo incluso horas después de haber despertado. Los ancianos del Reino creían que eran sueños proféticos y me instaban a analizarlas una y otra vez. Cualquier detalle podría ser importante. 

Ninguna sirvió de nada. Ninguna se hizo realidad. Aunque, de haberlo hecho, se parecerían mucho a esto. 

Tropiezo al ponerme en pie, aterrada. Los monstruos gruñen y se relamen, agitando varias lanzas repletas de pinchos blanquecinos. Sus ojillos brillantes nos estudian con maligna satisfacción, arengándose unos a otros para ver quién da el primer golpe. 

Retrocedo un paso, sin saber qué hacer. No deben llegar hasta ti. Si lo consiguen, te matarán, estoy segura de ello. Pero, ¿cómo puedo protegerte? Apenas he recibido unas cuantas clases sobre cómo utilizar el arco y ni siquiera se me da bien. Recuerdo que una vez trataste de enseñarme en una posta de la Llanura, mientras esperábamos a que escampara. Después de ensartar por error la mochila de un pobre comerciante que huyó despavorido, perdí la paciencia y me negué a seguir intentándolo. No quería que me vieras fracasar de nuevo. No quería que pensaras que no estaba a la altura de mi rango, que no era digna de recibir tu protección.

Oigo tus jadeos a mi espalda. Retrocedo otro paso y, sin querer, mi pie tropieza con algo duro. Metálico. Al bajar la mirada, descubro que es la hoja de la Espada Maestra. Brilla con un suave tono azulado, y cada pulsión es una palabra que escucho solo en mi cabeza.

Cógeme.

Protege.

Al Héroe.

Los bokoblins gruñen y se abalanzan sobre nosotros, ralentizados por la densa capa de arena acumulada en el suelo. Asustada, grito y empuño la espada. Pesa menos de lo que esperaba, pero aún así me cuesta manejarla. No soy como tú, Link. No estoy acostumbrada a ese mango tan grueso ni a su enorme tamaño. Sin embargo, estiro los brazos y la interpongo frente a ambos. 

Sé que no es suficiente cuando uno de los monstruos coge impulso y salta, apuntándome con su lanza. Cierro los ojos, esperando sentir el dolor agudo de los pinchos de hueso atravesando mi cuerpo.

Un grito agudo sacude la caverna. 

Cuando vuelvo a abrirlos, temblando de pies a cabeza, hay otra sombra oscura junto a nosotros. Se mueve tan rápido que me cuesta seguirla, igual que al destello que la acompaña y que parece una extensión de su brazo. Los bokoblins gruñen, se apiñonan unos encima de otros intentando escapar y defenderse al mismo tiempo, pero no tienen ninguna oportunidad. La sombra es tan mortífera que, en pocos minutos, estamos rodeados de sangre purpúrea y cadáveres monstruosos. 

Me coloco más cerca de ti, con la espada todavía en alto. La luz carmesí de la noche ha disminuido de intensidad y la caverna vuelve a estar en penumbra. 

—¿Qui-quién eres? —pregunto, con voz temblorosa. 

La sombra da un paso y su rostro queda al descubierto. Al instante, relajo la postura y mis rodillas se doblan. Caigo junto a tu pierna, con los ojos arrasados en lágrimas y el llanto atrapado en la garganta. Todavía sigo aferrada a la empuñadura de la espada cuando la mujer gerudo sacude con despreocupación los restos viscosos adheridos a la hoja de su daga curva. 

—Me sorprende que sigas viva. —Su tono, grave y sedoso, es tan elegante como sus movimientos. No parece que quiera amenazarnos—. A esos cerdos les gustan las shiaks bonitas como tú. Chillan mucho cuando las despedazan.

La imagen me obliga a contener una arcada. 

—¿Qué haces sola en pleno desierto, hyliana? —inquiere, antes de prenderse la daga en el cinto y pasar una mano anillada por su espesa melena roja—. ¿No sabes lo peligrosas que son estas dunas? Hay lizalfos camuflados por todas partes.

Me muerdo los labios y me arrastro un poco hacia la derecha para ocultarte mejor.

—¿Te envía Urbosa? 

—¿Urbosa? —La mujer gerudo parpadea—. No. Hace semanas que no voy a la ciudad.

Trago saliva. Eso complica las cosas. Sé que Urbosa no te haría daño, pero no estoy segura de que esta guerrera vaya a creerme si le revelo tu identidad. 

Ella ladea la cabeza.

—¿De dónde has sacado esa espada? —pregunta, al reparar en el arma que todavía sostengo entre las manos. 

—Es… es…

—¿Hay alguien más contigo? —La mujer mira a su alrededor. Su semblante se tiñe de desconfianza al reparar en tus botas, visibles debajo de la túnica. De inmediato, vuelve a empuñar la daga y me empuja a un lado sin contemplaciones. Sus ojos verdes se abren de par en par al ver tu rostro magullado, y veo cómo prosiguen cuello abajo hasta llegar a los músculos de los pectorales, que suben y bajan al ritmo de tu trabajosa respiración. Al instante, sus labios azules se contraen en una mueca de asco—. Shiok

Shiok. Chico. Sé lo que eso significa incluso antes de que alce la daga.

—¡¡¡No!!!

Dicen que la desesperación es el medio para quien ya no tiene esperanzas. La mía acaba de estallar en mil pedazos, así que no me planteo nada más. Justo cuando la hoja afilada cae sobre ti, me interpongo en su camino y alzo la espada.

Espíritu guardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora