El padre de Ríos era el encargado de guardar la llave del Cerebro Mágico. Los dos amigos fueron a buscarla. El ingeniero Ríos seguía durmiendo, esta vez en el sillón del comedor. Ríos lo despertó suavemente.
—No se puede consultar al Cerebro por cualquier tontería —les dijo, restregándose los ojos.
—No es cualquier tontería, papá. Tenemos que ayudar a Iván a salir del laberinto.
Explicaron todo lo que habían averiguado hasta el momento, que era poco y nada. El señor Ríos parecía asentir... en realidad cabeceaba.
—Ya no podemos preguntarle por los papeles de Aab a nadie más —dijo su hijo.
No muy convencido, el señor Ríos buscó en un cajón y les tendió una llave grande, de hierro.
—Toquen lo menos posible. Háblenle en voz baja. Formulen las preguntas con claridad. Y cierren con llave cuando hayan terminado.
Los dos amigos marcharon al encuentro con el Cerebro Mágico. La pequeña casa donde se guardaba al autómata estaba a tres cuadras de la de Ríos. Muy cerca también de la plaza del Caballo negro, donde acostumbraban a reunirse. A pesar de que el camino les era tan conocido, les costó llegar: las ramas bloqueaban las calles y había que dar rodeos, buscar huecos en la espesura, arrastrarse por el piso. El Cerebro Mágico era un autómata que había recorrido en una feria ambulante todos los pueblos de la provincia durante muchos años. En 1920 su dueño se lo había vendido a Aab, el fundador de Zyl. Desde entonces la máquina había permanecido en la pequeña ciudad. Inspirado por el autómata, Aab había construido un juego que constaba de un tablero sobre el que se colocaban distintas hojas con muchas preguntas y respuestas. A través de unos punzones metálicos, unidos a cables, había que hacer coincidir una pregunta con la respuesta correcta. Cuando se acertaba se encendía una luz. En la tapa del juego se veía un adivino con bigote atusado y turbante azul. El juego había tenido tanto éxito que, en tiempos de Aab, los chicos venían de ciudades y pueblos lejanos para conocer al Cerebro Mágico original. Cada uno tenía el derecho a hacer una pregunta que el autómata respondía por «sí» o por «no». Si la luz de la bola de cristal se encendía una vez, la respuesta era «sí». Dos veces significaba «no». Ríos abrió la puerta, haciendo girar con alguna dificultad la llave que le había dado su padre. Corrió unas pesadas cortinas amarillas y la luz del día entró en el cuarto. La figura del autómata emergió de la oscuridad. Los dos se quedaron unos segundos en silencio. Conocían al autómata, pero su figura no dejaba de intimidarlos, como había intimidado a muchos otros chicos a lo largo del tiempo. Lagos odiaba las cosas oscuras, las cosas que no tenían una fácil explicación. Y el Cerebro Mágico nunca le había gustado del todo. Le susurró a su amigo:
—La última vez el autómata mandó a Iván a la Compañía de los Juegos Profundos. ¿Fue bueno que hiciera eso?
—Fue bueno al final. Venció a Morodian. Iván averiguó qué había pasado con sus padres. La compañía acabó por desaparecer, y Zyl dejó de ser una ciudad muerta. ¿Te acordás de lo que era esto? ¿Los negocios cerrados, las fábricas abandonadas? En la escuela casi no había alumnos.
—Pero lo mandó al peligro. Podría haber muerto.
—Nunca supimos si le respondió por sí o por no. Fue Iván el que dijo que sabía lo que tenía que hacer.
—Si sabía, para qué preguntó.
—A veces hay que hacer las preguntas, aunque uno sepa la respuesta.
—Eso no tiene para mí el menor sentido.
—Al hacer la pregunta en voz alta, con toda claridad, por primera vez, uno se da cuenta de que tiene la respuesta.
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El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)
AdventureUn laberinto de plantas crece de la noche a la mañana en la legendaria ciudad de Zyl. Los habitantes quedan atrapados en sus casas, y la vida y los juegos se detienen. En medio del caos vegetal, Iván Dragó recibe una invitación del Club Ariadna para...