12 - Zancoria

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Bajaron por una escalera de baldosas rojas y llegaron hasta una boletería vacía.
Iván saltó por encima del molinete, mientras Anunciación ponía la tarjeta en la
máquina. La estación estaba desierta. Había un agujero en el techo y caía agua sobre el andén. Usaron el paraguas para pasar bajo la lluvia. En el andén de enfrente solo había una mujer que leía un libro, sentada en un banco. Había un quiosco que vendía lapiceras, sellos de goma y unos sacapuntas color cobre, miniaturas metálicas que representaban máquinas de escribir, un submarino, la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad. Oyeron un rugido lejano. A cien metros, los faros iluminaron el túnel.


_Aquí viene.

_ ¿Y si me hace mal subirme a ese tren?

_No se me ocurre otra cosa para hacer.

El subte apareció y las ruedas rechinaron contra las vías. Las puertas de madera se abrieron. En el vagón solo había tres pasajeros: un joven de campera de jean y pelo largo, una chica con lentes que leía unos apuntes y un sacerdote de unos ochenta años, que hacía esfuerzos por no dormirse. El subte tenía espejos biselados, e Iván miró en el reflejo cómo lucían los dos juntos. «Parecemos dos chicos que salen un sábado a la tarde. Dos chicos comunes. Nadie sabe que estamos en un laberinto», pensó. Después se concentró en la cara de ella. Mirarla directamente lo ponía nervioso, sobre todo mirarla en silencio, pero a través del espejo no había problemas: ella no sabía que la estaba mirando, era como si otro, su reflejo y no él, la mirara. Pero ella de pronto descubrió sus ojos en el cristal.

_ ¿Qué mirás? —le preguntó ella, un poco avergonzada

_Me gustaría tener una máquina de fotos. Mis amigos Ríos y Lagos siempre
hablan de sus aventuras cuando yo no estoy, y parece como si todo fuera más
interesante porque recuerdan las cosas entre los dos. Si salimos de esto, vamos a poder recordar todo esto entre los dos también.

En la primera estación no le pasó nada. No sintió el malestar que le había
sobrevenido antes de cruzar la calle. Por un momento se sintió libre de la condena. Y así fue también en la segunda estación. Pero en la tercera su amiga tiró tanto de su
brazo que pensó que se lo iba a arrancar:

_ ¡Bajemos!

Iván la siguió a los tropezones y alcanzó a saltar cuando ya el vagón se ponía en
marcha.

_ ¿Por qué ese apuro?

Anunciación señaló la pared. Había un afiche de publicidad de un restaurante:
LA CAPA ROJA. PESCADOS Y MARISCOS. En el dibujo se veía la foto de un torero con la capa tendida sobre la espada. Del toro no se veían más que los cuernos, ya que la tela roja lo tapaba. Iban a cruzar los molinetes cuando Iván le pidió que esperara. En el andén había una cabina para sacar fotos automáticamente.

_ ¿Funcionará? —se preguntó Anunciación.

_ ¿Por qué no?

_ ¿No viste que en general las máquinas de las estaciones nunca funcionan?

Las que venden boletos, las de las golosinas, las de café o gaseosas... Las instalan, funcionan tres días y se rompen para siempre. Si ponés una moneda te la tragan.

_Esta vez va a funcionar.

Puso un billete en la máquina y apretó un botón. Abrieron la pequeña puerta,
corrieron una cortina negra y entraron en la estrecha cabina. Se sentaron muy
apretados en un banco. Frente a ellos un cartel decía MIRE ESTE PUNTO.
Oyeron un tictac que duró unos diez segundos, y entonces se disparó el flash.
Esperaron un minuto hasta que la máquina les dio las dos fotos.

El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora