7 - Todo Tiene Una Salida

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La luz de la mañana lo despertó. Eran las nueve. Le costó unos segundos darse cuenta de que no estaba en la casa de su abuelo, en Zyl, sino en un hotel. Caminó tambaleante hasta el baño. Después se puso la misma ropa del día anterior: un jean, una remera celeste, zapatillas blancas. También tenía una campera impermeable, de color rolo, por si llovía. Se miró en el espejo de la habitación y se pasó la mano por el pelo. El hotel seguía silencioso: no se oían pasos en el pasillo ni ruido en las habitaciones vecinas. Tampoco el rumor de las aspiradoras, tan habitual en los hoteles. Buscó en la planta baja la sala del desayuno, pero no la encontró. No se cruzó con nadie en los pasillos. El único ascensor estaba inmóvil. El hotel entero seguía tan desierto como la noche anterior. Tenía ganas de irse de ese hotel sin gente, sin ruidos, sin comida. Toda aquella invitación al concurso al final a lo mejor no era más que una broma: quizás algún antiguo miembro de la Compañía de los Juegos Profundos había decidido vengarse así. Lo que más le importaba ahora era encontrar un teléfono público desde donde llamar a Anunciación. Escuchar una voz amiga le devolvería el ánimo. Pero esperaría un rato más: no es justo llamar a alguien un sábado a las nueve de la mañana. Probó con la puerta principal: ahora estaba abierta. Se sintió aliviado de escapar del Hotel del Manzano. Había cenado sólo una manzana y quería una taza de café con leche y tres medialunas o, mejor, doce medialunas. Su estómago hacía el ruido inconfundible del hambre. En la cuadra había un bar pequeño, oscuro y deprimente. Se llamaba El Único. Iván se dijo con firmeza:

_Qué nombre tan exagerado y soberbio para un lugar tan insignificante. Bar El Único: el único bar donde no entraría jamás.

En cambio, justo enfrente del hotel había un café que parecía llevar allí muchos años. La barra era de estaño, las sillas de madera oscura y las mesas de mármol. Era luminoso y tranquilo. Iván vio a través de la ventana a un viejo mozo de guardapolvo gastado que llevaba una bandeja redonda de metal con dos grandes tazas blancas y un plato lleno de doradas medialunas. Y cedió ante el encanto de aquella imagen. A la distancia ya había elegido la mesa: una que estaba junto a la ventana y cerca también del mostrador. Esperó que pasara un colectivo, que se acercaba a buena velocidad, y cuando estuvo a punto de cruzar... no pudo.

_ ¿Qué es esto? ¿Un calambre?

Probó de nuevo. Apenas se acercó al cordón de la vereda sus piernas se negaron a seguir, como si fueran de plomo. Extrañado, dio unos pasos atrás: la sensación desapareció. Sin poder creer lo que le estaba pasando, volvió a intentarlo. Esta vez el corazón le dio un salto y sintió náuseas. No podía ni siquiera poner el pie sobre el cordón de la vereda. No tenía ninguna explicación para lo que pasaba, pero decidió cambiar de esquina. Buscó las líneas peatonales, que lucían recién pintadas, como invitando a cruzar. Ahora enfrente no había un bar sino una farmacia. Adelantó la pierna izquierda, pero cuando trató de mover la derecha esta se quedó atrás. Siguió probando en distintos lugares, para ver si el extraño efecto cedía. Apenas quería salir de la manzana, su cuerpo se convertía en algo rígido y pesado, y un malestar indefinible se distribuía por su cuerpo. Se parecía al malestar de la fiebre, cuando todo el cuerpo duele, pero no duele nada en especial. Después de unos minutos tuvo que aceptar que, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, había quedado atrapado en la manzana del Hotel del Manzano.

_Debe ser un problema mental. A lo mejor me volví loco de repente.

Pero no se sentía loco en absoluto. Revisó sus pensamientos, como quien revisa un cajón del escritorio, y no notó nada fuera de lo normal... excepto la convicción de que no podía cruzar la calle. Siguió dando vueltas a la manzana, sin saber a quién acudir. Estaba tan nervioso que, cuando quiso atarse los cordones de las zapatillas, probó tres veces antes de que le saliera el nudo. Estuvo a punto de pedir ayuda a una señora que pasaba por la calle con una bolsa llena de espinacas y naranjas, pero no se atrevió. ¿Qué iba a pensar? Que le estaba haciendo una broma. Tal vez llamara a la policía o a los médicos, y vendría una ambulancia, y lo sacarían de esa manzana a la fuerza... y quien sabe qué podría ocurrir en su interior si eso pasaba. Baldani había terminado con un ataque al corazón por salir del encierro al que lo había condenado Madame Aracné. Lo que sentía no era solo que sus piernas le impedían cruzar, sino que una fuerza superior lo retenía; y si insistía, tal vez algo acabara por romperse en su interior. Cabizbajo, como quien vuelve a una cárcel de la que acaba de escapar, trató de regresar al hotel. Ahora la puerta estaba cerrada y, aunque golpeó, nadie se acercó a abrir. «De todos los hoteles a los que he ido en mi vida, este es el peor», pensó, aunque en realidad solo había estado una vez en un hotel, en una playa. Siguió dando vueltas a la manzana, ya que era el único paseo que le estaba permitido. Fue a la tercera vuelta cuando descubrió el cartel, junto a la entrada de un edificio de tres pisos:

El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora