Formaban el tren de Zyl una vieja locomotora y tres vagones de madera, con techos de metal abollados por remotas granizadas. Cuando pasaba frente a las viejas estaciones de los pueblos, el tren lucía imponente y hacía sonar su bocina como si diera órdenes: «¡Aléjense!», «¡Tengan cuidado!». Pero, a medida que se acercaba a la Capital, parecía achicarse hasta convertirse en un tren de juguete en medio de las grandes formaciones de diez vagones que pasaban a su lado, mucho más veloces. Entonces empezaban las demoras; el tren avanzaba a paso de hombre, y cuando sonaba su bocina, ya no era una orden: era apenas un tren tímido que pedía permiso y no quería molestar a nadie. En la terminal Iván bajó del tren con su mochila a la espalda y se abrió paso entre la multitud. Había decenas de guardas, vendedores de boletos y maquinistas, pero ninguno se parecía al señor Gorz. Usaban el uniforme sin planchar, las corbatas torcidas, los zapatos sin lustrar. Acostumbrado a las calles de Zyl, la estación, con los pasajeros apurados que embestían sin mirar, le parecía a Iván un lugar temible. Se detuvo a mirar un enorme reloj que colgaba en lo alto, pero se dio cuenta de que no funcionaba. Preguntó la hora a un hombre que le respondió sin detenerse. Eran las seis de la tarde. Salió de la estación. Esquivó los puestos callejeros que vendían frutas, guías de la ciudad, juguetes a cuerda, gorros y guantes que anticipaban el frío. Ya había empezado a oscurecer. La gente volvía a su casa después de un día de trabajo: las mujeres con el maquillaje corrido, los hombres con el nudo flojo de la corbata. Todos cansados. Solo esperaban llegar a casa, comer y dormir. Iván consultó la guía de la ciudad que llevaba en la mochila. El Hotel del Manzano estaba a solo diez cuadras de la estación. «Debería visitar a mi tía Elena», pensó. La había ido a ver un par de veces desde que vivía en Zyl, pero ahora no tenía ganas de verla. Además, si los teléfonos por milagro se habían arreglado y su abuelo le había avisado de su fuga, tal vez tratara de impedir que participara en el juego del laberinto. No, mejor seguir directamente hasta el Hotel del Manzano. Caminó apurado, pensando en el concurso que lo esperaba. ¿Cómo sería ese laberinto? ¿Lo llevarían a un bosque, para que se perdiera entre paredes hechas de arbustos? ¿O a un viejo parque de diversiones, con un laberinto de espejos? ¿Y si habían construido un juego en el mismo hotel, en los sótanos...? Tal vez los miembros del Club Ariadna, cansados de grandes construcciones, se habían resignado a esos laberintos de papel que salen en las revistas y cuyo único peligro consiste en romper la punta del lápiz.
El Hotel del Manzano era un antiguo edificio de cuatro pisos. Había imaginado que en el frente del hotel habría algún cartel anunciando el Concurso Mundial de Laberintos. Pero las paredes estaban cubiertas de afiches que anunciaban la llegada de un circo y una pelea de boxeo. Atravesó una puerta de vidrio y entró en un vestíbulo desierto. En la recepción había unos sillones de cuero y una mesita con revistas viejas. Detrás del escritorio de la recepción no había nadie. Tocó el timbre y esperó unos minutos. Nadie apareció. Sobre el escritorio de la conserjería había una llave con su nombre escrito en una tarjeta de cartón. La llave correspondía a la habitación 307. «Tal vez el conserje del hotel haya tenido que salir de urgencia», pensó Iván. «Y me dejó esto por si acaso». Tomó la llave y subió por las escaleras hasta el tercer piso. Sobre los muebles de la habitación había una ligera capa de polvo, como si no la hubieran usado ni limpiado en mucho tiempo. Abrió la única ventana, que daba a un patio interno, o más bien un pequeño jardín: un cuadrado de tierra con un único árbol. Además de la cama, había una mesa junto a la pared y una silla. Dejó la mochila en lasilla y se tiró en la cama. Esperó un rato que alguien lo viniera a buscar. «Estas actividades siempre empiezan a la mañana», pensó, fingiendo ante sí mismo que tenía mucha experiencia en cosas parecidas. «Seguro que después del desayuno alguien se presenta y me explica todo». Levantó el auricular del teléfono para llamar a Anunciación, su única amiga en la ciudad, pero no había tono. Se quedó dormido. Debían ser más de las diez de la noche cuando el hambre lo despertó. No había cenado, y le costaba dormir con el estómago vacío. Al armar la mochila había puesto un sándwich de atún y un chocolate con maní, pero se los había comido en el tren. «La próxima vez voy a ser más previsor», se dijo. Todo el mundo se propone ser más previsor sólo cuando ya no tiene caso, cuando es tarde. Bajó hasta la conserjería, que seguía vacía. Quiso salir del hotel, para ver si había algún bar abierto en las cercanías, pero alguien había echado llave a la puerta. No podía creer que lo hubieran dejado encerrado. Probó varias veces con el picaporte. Después miró por primera vez el casillero de las llaves, y se dio cuenta de que todas, menos la suya, estaban en su lugar. Era el único huésped de todo ese hotel. ¿Dónde dormirían los otros participantes del Concurso del Laberinto? ¿El dueño del hotel se había marchado dejándolo encerrado? ¿Habían cambiado de hotel y se habían olvidado de que él también estaba invitado? Prefirió dejar las dudas para la mañana: el hambre era su único problema urgente. Se puso a buscar la cocina del hotel. Recorrió la planta baja, pero no encontró la puerta de la cocina. Todas las puertas estaban cerradas con llave, excepto la que daba al pequeño jardín cuadrangular, de cinco metros de lado, que había visto desde la ventana de su habitación. En el cuadrado de césped crecía un solo árbol, un manzano. A la luz de la luna vio que de una rama colgaba una manzana. Grande, redonda, brillante, perfecta y, sobre todo, única. Colgaba a buena altura, y al primer salto no logró alcanzarla. Al segundo la rozó con la punta de los dedos. Al tercer salto la arrancó. Antes de dar el primer bocado tuvo un instante de culpa. Pero el hambre pudo más y así, sin lavarla, la mordió. Siguió comiéndola mientras subía las escaleras rumbo a su cuarto. Ya no quedaba casi nada de pulpa cuando descubrió un pequeño papel enrollado en el interior de la fruta. Había oído de galletitas chinas con mensajes de la suerte, pero nunca de manzanas. Lo estiró con los dedos pegajosos de jugo. La misma mano que había escrito su nombre en la llave le había dejado este mensaje:
Ahora ya estás en el laberinto. (Para salvar a Zyl hay que encontrar la salida).
Se dejó caer en la cama. ¿Cómo iba a poder salir del laberinto, si ni siquiera lo veía?
FIN DE LA PRIMERA PARTE.
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El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)
AdventureUn laberinto de plantas crece de la noche a la mañana en la legendaria ciudad de Zyl. Los habitantes quedan atrapados en sus casas, y la vida y los juegos se detienen. En medio del caos vegetal, Iván Dragó recibe una invitación del Club Ariadna para...