Iván enfrentaba un laberinto invisible; pero a los habitantes de Zyl les tocaba luchar contra uno bien visible, hecho de ramas, espinas y raíces. El viejo laberinto parecía haberse apoderado de la ciudad entera. Y cuanto más se empeñaban sus habitantes en arrancar malezas, más se empeñaban las plantas en invadir las casas, bloquear las calles, herir con sus espinas a sus habitantes y asfixiar a las viejas plantas de Zyl. Ya no quedaban violetas, santa ritas o geranios; solo las plantas terribles de Mano Verde. El viernes, después de la partida de Iván, Ríos y Lagos se pusieron en camino para cumplir con la misión que les había encomendado su amigo: buscar a la profesora Daimino para preguntarle qué sabía de los laberintos vegetales de Madame Aracné. Daimino vivía a dos cuadras del laberinto, y esa era la zona de la ciudad donde más se notaban los estragos causados por las plantas. Entre los adoquines de las calles crecían malezas de hojas afiladas. Las baldosas de las veredas estaban partidas, y las raíces aparecían entre las rajaduras como manos gigantescas. Las hiedras, como un traje de oscuridad, cubrían por completo las casas. Las plantas espinosas trepaban por los cedros y los jacarandás que poblaban desde siempre las veredas de Zyl, y se convertían en trampas mortales para los zorzales y las palomas. Frente a los peligros, las golondrinas habían anticipado su partida rumbo al hemisferio norte.
_ ¿Ves ese pájaro? —preguntó Ríos.
—¿Cuál?
—Ese que está allá arriba. ¿Por qué está tan quieto?
Era un zorzal. Una espina le había atravesado el corazón. Parecía menos pájaro que un raro fruto con cáscara de plumas.
—Shhh —chistó Lagos—. ¿No escuchás algo?
Ríos hizo silencio. A lo lejos, alguien gritaba.
—Es una mujer.
Caminaron por el empedrado rumbo al laberinto: las veredas estaban intransitables. Vieron a un vecino cortando las plantas con un machete, pero ya lo hacía sin fuerzas. Era el Griego, el dueño del almacén de ramos generales. El Griego era un hombre bajo y corpulento que vestía siempre un gastado overol azul. Nunca se desprendía de una libreta con tapa de hule negro donde anotaba las cosas fiadas, una larga lista de deudas. «Haga memoria», decía el Griego, antes de señalar a alguien y recordarle la deuda por un banco de carpintero o un rollo de alambre de enfardar.
—¿A dónde van? —les preguntó—. Por allí es peor.
—Nos pareció escuchar un grito.
—Ahí no vive nadie... —De pronto se acordó—. Excepto la señora Máspero...
—Y ella se llevó muchas semillas —recordó Lagos.
El Griego hizo ademán de seguirlos, pero se detuvo a los pocos pasos.
—Yo no puedo más. Me duelen las rodillas. Si son valientes y van a rescatarla, aquí tienen una espada.
Y el Griego les tendió el machete.
—No lo pierdan. Vendí todos los machetes, las tijeras de podar, los guantes de jardinero, las palas... A propósito, Martín Ríos, recordale a tu padre que me debe...—buscó en su libreta— una pinza pico de loro.
Siguiendo el camino de los gritos, los acuáticos llegaron a la casa de la señora Máspero. El laberinto parecía haber devorado la casa por completo. Ya no se veían las formas de los muros. La hiedra había partido las tejas grises del lecho. Manojos de raíces entraban por el hueco de la chimenea. La puerta estaba oculta detrás de un telón de plantas colgantes.
—Nos vendrían bien un par de guantes —dijo Lagos.
—Eso no importa, podemos aguantar los rasguños. ¿Quién empieza?
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El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)
AventuraUn laberinto de plantas crece de la noche a la mañana en la legendaria ciudad de Zyl. Los habitantes quedan atrapados en sus casas, y la vida y los juegos se detienen. En medio del caos vegetal, Iván Dragó recibe una invitación del Club Ariadna para...