Iván Dragó vivía con su abuelo Nicolás en el número 105 de la calle de los Alfiles, en Zyl, una pequeña ciudad famosa por sus juegos. Allí se fabricaban tableros y piezas de ajedrez, juegos de la oca, yoyós de madera, pasatiempos que llevaban por título La caza del oso verde o La torre de Babel, y, por supuesto, rompecabezas. Los que fabricaba Nicolás Dragó eran tan célebres que recibía pedidos desde lejanos lugares del mundo. A Iván le encantaba que los juegos de su abuelo llegaran hasta la selva brasileña, hasta un monasterio de Meteora, en Grecia, o hasta una casa flotante en un río de Tailandia. Los juegos eran de madera, ocupaban una mesa entera y no había en ellos dos piezas de igual forma. Nicolás acostumbraba a decir: «Las piezas de rompecabezas son todas distintas, pero los que juegan son todos iguales». Iguales quería decir que frente a un juego se olvidaban del mundo; que eran obsesivos y que esperaban ansiosos el envío por correo de las cajas. Para que el barniz que cubría las piezas secara más rápido, Nicolás usaba tres grandes y ruidosos ventiladores. Por eso él y su nieto se resfriaban a menudo. Cada día llegaban a la casa de Nicolás e Iván Dragó varios sobres de correspondencia. El abuelo recibía cartas donde los clientes le pedían rompecabezas con tal imagen o tal otra, o le exigían mayor dificultad para la próxima vez, o rogaban por una ayuda, o le enviaban piezas dañadas para reparar. A veces las piezas llegaban mordidas. «Le echan la culpa al perro, pero ellos mismos las muerden de ansiosos que son, cuando no pueden encontrar la ubicación de las piezas», le decía Nicolás Dragó a su nieto. El fabricante de rompecabezas debía dedicar al menos una hora diaria a responderla correspondencia. Escribía sus cartas a mano, en un papel muy fino, casi transparente, que ya no se fabricaba, pero que todavía se vendía en la única librería que había en Zyl. Como el aire de los ventiladores hacía volar las cartas que escribía y las que recibía, usaba como pisapapeles cosas que levantaba en la calle. En una ciudad cualquiera es habitual encontrar entre los adoquines o en el asfalto alguna bujía de automóvil, o una tuerca de una máquina, o un clavo grande de una obra en construcción. En las calles de Zyl, en cambio, se encontraban tapas de yoyó, fichas de estaño con forma de barco o de caballo, soldados de plomo sin un brazo, cabezas de muñeca, trompos que de tanto girar se habían perdido. A pesar de su dolor de cintura, Nicolás se agachaba a recoger por la calle todas las cosas que encontraba. Una mañana, mientras estaba en la cocina preparándose un café con leche, Iván descubrió que su abuelo miraba con preocupación uno de los sobres traídos por el cartero. Iba a preguntarle de qué se trataba, pero su abuelo, con el discreto ademán de un mago, deslizó la carta en un cajón del escritorio. Iván llegó a ver que el nombre del destinatario comenzaba con una gran letra I.
—¿Es una carta para mí, abuelo?
—No, es un viejo cliente que me reclama un juego que ya le mandé. Cómo atrasa el correo.
«El correo atrasa, pero si uno esconde las cartas atrasa mucho más», pensó Iván. A él sólo le escribían de vez en cuando dos personas: su tía Elena y su amiga Anunciación. Elena, hermana de su madre, escribía cartas insulsas, que eran más bien pedidos de informes: qué notas se había sacado en el colegio, cuánto había crecido, cómo estaba el clima. A lo largo de los meses siempre escribía la misma carta, apenas cambiaba alguna palabra o frase de lugar. Las cartas de Anunciación, en cambio, eran mucho más interesantes. Estaban llenas de detalles, contaba las películas que iba a ver, las cosas que comía, las discusiones con su madre por el orden de su pieza. A veces se ponía a recordar tiempos pasados. Iván la había conocido en el colegio Possum, y Anunciación había participado con él en la aventura que había conducido al hundimiento del colegio. Y aunque la había visto sólo tres veces desde que el colegio había desaparecido bajo tierra, no pasaba un día sin que pensara en ella. Seguía llamándola «la niña invisible», aunque ella detestaba ese sobrenombre. Desde luego, ella no era realmente invisible, solo que tenía habilidad para pasar desapercibida. Las cartas de Anunciación llegaban en blanco, y él tenía que hacer aparecer las letras acercando el papel a la llama de una vela. Tinta invisible, ¿qué otra cosa se podía esperar de una niña invisible? A las cinco, cuando volvió de la escuela (dos días por semana se quedaba hasta la tarde), su abuelo no estaba. Nicolás había salido para dar su paseo habitual. Iván aprovechó su ausencia para abrir el cajón del escritorio. En el sobre estaba su nombre, escrito con una letra clara y redonda. El sobre era de papel grueso, y estaba forrado de papel violeta. Dentro había una tarjeta de cartón donde decía:
ESTÁS LEYENDO
El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)
AbenteuerUn laberinto de plantas crece de la noche a la mañana en la legendaria ciudad de Zyl. Los habitantes quedan atrapados en sus casas, y la vida y los juegos se detienen. En medio del caos vegetal, Iván Dragó recibe una invitación del Club Ariadna para...