2 - Mano Verde

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Al salir una tarde de su casa, Iván se encontró con su amigo Ríos.

—¿Vos te acordás de que en la escuela hayan mencionado el nombre de Madame Aracné, inventora de laberintos? —le preguntó Iván.

—No, no me acuerdo.

—¿Y que hayan hablado del Club Ariadna?

—Tampoco.

Iván estudiaba desde los 12 en Zyl, pero Ríos había hecho en la ciudad toda la primaria. En las clases se repasaban las vidas de todos los grandes inventores de juegos. Si Ríos nunca había oído hablar de Madame Aracné era porque los maestros preferían mantener ese nombre en secreto.

—Te acompaño a donde vayas —dijo Ríos.

—Voy a la biblioteca.

—Entonces no te acompaño.

Ríos evitaba a la bibliotecaria, la señora Palanti, desde los tiempos en que la máquina podadora de su padre había quedado sin control. La señora Palanti acusaba a su padre, el ingeniero Ríos, por la desaparición de su gato. Iván siguió solo hasta la Biblioteca, que, como todas las cosas en Zyl, quedaba muy cerca. Era uno de los edificios más antiguos. Constaba de una construcción cuadrangular y de una torre pintada de blanco. La torre era un cilindro rematado con un techo cónico de tejas coloradas y tenía un aire a torre de cuento. El mismo Aab, el fundador de la ciudad, había puesto los primeros estantes en las paredes de la biblioteca. La parte central de la biblioteca era una gran sala, con tres mesas, y unas lámparas de bronce y tulipas verdes que echaban luz directamente sobre las páginas de los libros. La señora Palanti era bibliotecaria desde hacía poco tiempo antes; había ocupado el puesto cuando la señora Domenech, antigua encargada del lugar, se había ido de la ciudad. Palanti no sentía ninguna afición especial por los libros, así que, cuando alguien preguntaba por un tema en particular, le respondía con una mezcla de escepticismo y desgano:

—¿Laberintos? ¿En serio te interesa ese tema tan limitado, Iván Dragó?

Si en lugar de eso hubiera preguntado por la Historia del Mundo desde el hombre de las cavernas hasta nuestros días, habría dicho más o menos lo mismo:

—¿La historia del mundo? ¿De veras te interesa ese tema tan limitado?

La señora Palanti consideraba que buscar libros en la biblioteca era tan inútil como buscar cosas en los libros.

—Hay tantas cosas por saber, que aprender una sola es como no aprender nada.

La señora Palanti detestaba que la biblioteca quedara desordenada, y eso era lo que pasaba cuando la gente leía libros. Ella pensaba que, si se quería una biblioteca verdaderamente ordenada, la lectura debería prohibirse. Pero de vez en cuando aparecía algún lector decidido a volver a su casa con un libro en las manos.

—Quiero saber algo de los laberintos de Sarima Scott —insistió Iván.

La señora Palanti consultó un fichero.

—A mí me gustaba mucho más mi trabajo anterior, en la calesita. Pero el médico me dijo: basta de trabajo al aire libre. Mucho calor en verano y mucho frío en invierno. Además, estar todo el tiempo en contacto con niños que gritan es insalubre. Si usted me hubiera visto en la calesita, con qué habilidad manejaba la sortija, pasando la pesada pera de madera apenas a milímetros de los cráneos infantiles. Siempre esquivaba esas cabecitas. —Un recuerdo ensombreció a la señora Palanti—. Bueno, casi siempre.

—Cuando vivía en la Capital, vine alguna vez a Zyl a visitar a mi abuelo. Y me acuerdo que me llevaron a la calesita. Usted vendía los boletos y manejaba la sortija. Y nunca pude sacarla.

El Juego Del Laberinto (Libro 2/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora