Veinticuatro

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"Ahí está mi Jen-Jen". Jennie hizo un gesto de dolor cuando su padre la abrazó tan fuerte que le dolió el tórax.

"Yo también me alegro de verte, papá". Le entregó una de sus maletas y le siguió hasta su camioneta, que estaba aparcada al menos a un kilómetro y medio del aeropuerto internacional de Gimhae. Las tasas de aparcamiento eran algo que su padre había conseguido evitar toda su vida, y no iba a ceder ahora.

Busan era cálida y húmeda, y la incomodidad de la caminata le recordó sus primeros días de escuela, cuando solía caminar durante media hora, solo para llegar a la parada del autobús. En el aire aún se percibía el olor de la lluvia de ese mismo día y los mosquitos zumbaban a su alrededor, intentando devorarla viva. Jennie sabía que no tenía por qué molestarse en charlar. Su padre no era muy hablador, excepto cuando se trataba de la granja.

"¿Cómo están las gallinas?" Preguntó, cuando por fin estaban sentados en el auto. Bajó la ventanilla, jadeando. Aunque ya había oscurecido, el calor y la humedad seguían siendo insoportables para alguien que no estuviera acostumbrado.

"Las gallinas están un poco revoltosas últimamente", murmuró. "Empiezo a pensar que puede haber un zorro o un perro salvaje husmeando, intentando entrar en la granja por la noche". Giró hacia la autopista 66, pero en lugar de acelerar, siguió arrastrándose por la carretera como si condujera un tractor. Jennie no hizo ningún comentario sobre su forma de conducir, a pesar de los cinco automóviles que iban detrás de ellos.

"Oh, eso es preocupante. ¿Has visto algo?"

Su padre se encogió de hombros. "No, pero me ha tenido despierto, inquieto. Quizá duerma fuera, en el granero, esta noche; a ver si puedo disparar a la maldita criatura".

"De acuerdo..." Ese fue el final de la primera conversación que habían tenido en dos años. Jennie observó las familiares señales de tráfico que pasaban junto a ellos. No había cambiado mucho desde la última vez que estuvo aquí, pero tampoco había mucho que cambiar. Pequeñas carreteras rurales, granjas, moteles, restaurantes familiares y muchas iglesias con jardines y cementerios bien cuidados.

Jennie siempre se había sentido fuera de lugar, como una turista en su propia ciudad. Pero hoy, después de pasar dos noches en un hotel insustancial del aeropuerto, le resultaba reconfortante ver que algo le resultaba familiar. Ella venía aquí una vez, a veces dos veces al año. Jaehyun siempre la había acompañado, desde que empezaron a salir en la universidad. Pero a medida que su empresa crecía y pasaban los años, la ausencia de wifi en la granja de sus padres les había hecho reacios a quedarse más de dos días.

Esta vez, sin embargo, no habría llamadas telefónicas, ni correos electrónicos urgentes o contratos que redactar, ni Jaehyun. Pasaron por delante de un restaurante al que Jaehyun la había llevado a cenar una vez, de camino al aeropuerto. A él nunca le había gustado la cocina de Busan de su madre y había insistido en comer 'comida de verdad', como él la definía. Habían salido antes de lo previsto y cenaron durante dos horas mientras revisaban sus correos electrónicos durante los dos primeros platos, con los portátiles de ambos sobre la mesa.

Pensando en aquella noche, Jennie se dio cuenta de que el romanticismo había muerto hacía mucho tiempo. No lo extrañaba, pero era surrealista estar aquí sin él. Su padre giró en el camino, justo antes de llegar a Pineville, y mientras se dirigían a la casa, Jennie pudo ver que la luz de la cocina seguía encendida.

"Mi niña", dijo su madre, mientras le daba a Jennie un largo abrazo. "¿Qué te pasó, Jen? Te ves tan flaca". Miró a Jennie de arriba abajo y le frotó los hombros. "¿No te parece que está delgada, Byung?", preguntó, sin esperar respuesta. Su esposo rara vez contestaba, pero así era como se comunicaban. Ella hablaba y, si tenía suerte, él fingía escuchar.

Verano en FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora