10: Félix

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    El camino al hospital no fue tan tedioso como las otras veces. El tiempo pasaba más rápido cuando estaba con ella. No podía creer que hubiera dicho que sí. Creí que saldría corriendo hacia la dirección contraria. No lo hizo. Tenía que dejar de creer que podía predecir sus acciones, porque hasta el momento no había conseguido hacerlo con efectividad.

   —Es aquí —le informé deteniéndome junto a la clínica. Al menos si quería contactarme ya sabía dónde encontrarme. Y ni siquiera había tenido que pasarle la dirección de mi casa.

    La conduje a través de los corredores. Me había memorizado el camino. Me detuve frente a una puerta de madera y toqué la puerta. Al no recibir respuesta, supe que papá estaba solo allí y que ningún médico o enfermera se encontraba con él. Le indiqué a Elena, a través de señas, que se quedara allí y no entrara.

    —Papá. Alguien ha venido a visitarte —le conté juntando las manos con nerviosismo cuando me aseguré de que estaba despierto. Pude ver una chispa de curiosidad en sus ojos. Era perfecto. Si algo podía levantarle el ánimo en un momento como este, sería esto. Me aproximé a la puerta y, ladeando la cabeza, le pedí que entrara. Ella se acercó con pequeños pasos, casi como si tuviera miedo de lo que fuera que la esperara dentro de la habitación.

     El rostro de mi padre se iluminó notablemente al ver a la joven atravesar la puerta. Sabía que estaba emocionado por conocerla, pero no esperaba que tanto. Pequitas le dedicó una radiante sonrisa y se acercó al costado de la cama.

    —Hola. Soy Elena —se presentó con algo de torpeza. Era claro que no sabía qué era exactamente lo que tenía que decir. Sin embargo, papá había sido consciente de la identidad de su visitante desde el preciso instante en el que la vio. No tenía pruebas, pero tampoco dudas.

    —Sé quién eres —consiguió decir mi padre. Su voz no se resecó ni se pausó. Estaba impresionado. Había hablado como si nada estuviera mal dentro de su cuerpo, como si no le costara. Y, por un momento, sentí esperanza. Luego, comenzó a toser y el mágico efecto provocado por la visita de Elena se esfumó.

    —Ya te dije que no me gusta que uses tu voz más de lo necesario —le reproché corriendo a buscar un vaso de agua. Cuando me volteé, Elena estaba sentada en la silla junto a la cama. Mi sitio.

    Hablaba animadamente sobre los libros que leía. Por supuesto que había omitido detallar las escenas explícitas. Solo los describía como libros de romance. No pude evitar la sonrisa que se formó en mis labios.

    —Toma. Bébela toda.

    Le sostuve el vaso junto a los labios y dejé que el líquido cayera lentamente hasta que estuvo vacío.

    — ¿Así está mejor? —pregunté y papá asintió.

    Durante los días que siguieron Elena vino a visitarnos por las tardes. Traía un libro y lo leía en silencio en un rincón de la habitación. Su simple presencia llenaba de vida a mi padre. Parecía encantado con ella. Siempre que podía se aseguraba de mostrarme su aprobación. Cuando me cansaba de leer en voz alta para él, se acercaba, me quitaba el libro de las manos y continuaba. Varias veces pude ver que dejaba de lado su lectura para escucharme con atención. Y lo apreciaba. Ahora tenía una audiencia.

    El año nuevo llegó. Todo era tan deprimente como en Navidad. Nada de comida especial ni de celebraciones. Y seguíamos en el hospital. Detestaba este lugar. Podía ver, cada vez que me miraba al espejo, las ojeras bajo mis ojos. Crecían, al igual que la contractura en mi espalda.

    Ya me estaba preparando para pasar la noche allí, completamente aburrido, cuando la puerta se abrió abruptamente, y se adentró en la habitación la figura de Elena escondida detrás de una canasta que parecía tener el doble de su tamaño.

Tú, yo y un libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora