1: ELENA

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    No sé cómo fue que lo conocí. Quizás fue suerte, aunque mi padre siempre ha dicho que eso no existe. Que no hay una fuerza mística inclinando la balanza a favor o en contra de las personas. Cuando lo pienso más detenidamente, creo que tiene razón. Si la vida favorece a algunos, entonces perjudica de igual manera a otros. La suerte de uno es la desdicha de otro. Así de injusta es la vida. 

     Cuando lo vi por primera vez, lo detestaba. Recuerdo que lo primero que hizo fue burlarse de mis gustos de lectura. ¡Eso era algo imperdonable! ¿Quién era él para decidir lo que es buena o mala literatura? 

    Esa mañana, Raquel, la novia de mi hermano, había tocado la puerta del departamento en el que vivíamos con toda mi familia a horas descomunales de la mañana. Por suerte yo estaba despierta. Soy una persona mañanera, siempre lo he sido. No me cuesta en absoluto despertarme temprano por las mañanas. Ni siquiera necesitaba un despertador. A las ocho en punto mis ojos se abrían de forma automática y no había forma de que volviera a dormir, menos cuando eso implicaba perder horas de lectura. 

    Había terminado la escuela sin más que una amiga. Probablemente debería haber escuchado a mi padre cuando me regañaba por llevar libros, que evidentemente no eran escolares, en la mochila. Durante toda la primaria pasé los recreos sentada leyendo en un rincón. No me preocupé por sociabilizar con mis compañeros. Y, cuando comenzó a interesarme el salir a fiestas y conocer gente, ya era demasiado tarde. Un día cerré mi libro y tuve que enfrentarme a la realidad: todos los grupos de amistades ya se habían formado. Y no había lugar en ninguno de ellos para mí. No cuando la mayoría de los estudiantes ni siquiera me habían dirigido más que unas cuantas palabras en todos los años que habíamos compartido la misma clase.

    Lo entendía. No podía enfadarme con nadie más que conmigo misma. Había tiempo para todo, o eso decía mi padre. Tenía que aprender a distribuirlo. Podía leer todo lo que quisiera, pero nunca descuidar los otros aspectos de mi vida. Y eso era exactamente lo que yo había hecho. 
Sabía que ya era demasiado tarde para empezar a buscar amigos en el colegio. Quizás, es por esto, que vi la oportunidad de asistir a la universidad como mi única esperanza. Nadie sabía nada sobre mí allí. Conocería gente nueva, que no tenía ningún prejuicio sobre mi persona o mis gustos. Podía llegar al recinto el primer día y aparentar ser lo que quisiera. Eso era lo bueno de los nuevos comienzos. Lástima que existan en la vida tan pocas oportunidades como esa.

    Como sea, no esperaba conocer a nadie nuevo en las vacaciones más largas de mi existencia, aquellas que tomaban lugar entre la finalización del instituto y el comienzo de la universidad, pero la vida siempre guarda sorpresas. 

    Como ya les había mencionado antes, Raquel había llegado a visitar a su novio en un horario poco conveniente. Sin embargo, todo fue perdonado en el momento en el que vislumbré un pequeño paquete en sus brazos. El empapelado estampado, la forma rectangular, el ancho... mis ojos se iluminaron. Un libro. 
Observé a Raquel con atención intentando de descifrar el destinatario de semejante regalo. Luego, me sentí tonta. Por supuesto que era para José. No por nada era ella su novia. 

    —Elena, es una linda mañana —comentó intentando sacar un tema de conversación. Mi mirada se desvió hacia la ventana. Sí, sí que lo era. ¡Pero vaya que mejoraría muchísimo si pudiera agregar un nuevo libro a mi colección!

   — ¡Sí! ¡Ya lo creo! Un día perfecto para ir al centro cultural a leer —musité impaciente. Los ojos de la joven de veinticinco años descendieron hacia el paquete en sus manos, y regresaron a mí. Sonrió. Había notado la intensidad con la que lo miraba. 

   —No le digas a tu hermano o a tus padres que te regalé esto, porque, de lo contrario, se asegurarán de que nunca más tenga contacto contigo –me pidió con complicidad y una sonrisa traviesa en los labios.

    Extendió el brazo y depositó su carga en mis manos. Sí, definitivamente un libro. Sabía, a juzgar por la pequeña carcajada de Raquel, que mis ojos estaban brillando más de lo normal. 

   Lo desenvolví con delicadeza y me mordí el labio inferior. Ya sabía por qué había llegado a casa en ese horario tan poco usual, cuando sabía que todos estarían durmiendo menos yo. 

    —Mis labios están sellados. Gracias –le aseguré entre risas. Era justo la clase de libro que me gustaba, aunque siempre me costaba admitirlo. Si mis padres supieran las cosas que leía, se llevarían una gran sorpresa respecto a la naturaleza de la ingenua y pequeña Elenita. De alguna forma siempre había conseguido ocultar mis lecturas de sus curiosos ojos. 

   —José no despertará en, al menos, dos horas —murmuró Raquel mirando de soslayo el corredor por el que se asomaban las puertas a las habitaciones. 

   —No podría esta más de acuerdo —acepté sin poder ocultar la felicidad que sentía.

   —Entonces, tendré que regresar más tarde. Ya hice lo que tenía que hacer.
Asentí con la cabeza sumamente agradecida. Y, antes de marcharse, me dijo:

   —Recuerda, yo nunca estuve aquí. 
Cuando la puerta estuvo cerrada con llaves di un pequeño brinco de emoción. Mis padres decían, a menudo, que tenía que madurar, que dejar de mostrar estas expresiones de entusiasmo tan aniñadas. Como si fuera tan simple... ¿Cómo podían esperar que me contuviera ante la perspectiva de un libro nuevo? No había manera de que eso pasara. Lo único que quería hacer era largarme de allí, correr hacia mi lugar favorito de lectura, y no salir hasta que lo hubiera terminado.

   Primero tenía que esperar a que alguien se despertara. Se pondrían nerviosos si desaparecía sin avisar. Ya había ocurrido antes, y las consecuencias habían sido terribles. No importaba. Estaba segura de que la espera no sería larga. En cualquier momento mi padre saldría de su habitación arrastrando los pies, con la columna encorvada y los brazos caídos, como si fuera un muerto viviente. Se dirigiría con torpeza a la cocina, como todas las mañanas, y no estaría realmente en el mundo de los vivos hasta que terminara de saborear su primera taza de café. 

   Y, efectivamente, tras media hora de tortuosa espera, eso fue lo que pasó.
 
   —Papá, me voy al centro cultural. Estaré aquí para la hora del almuerzo. Besos. Chau –dije a toda velocidad depositando un torpe beso en su mejilla y corriendo hacia la puerta. Estaba segura de que ni siquiera sería capaz de recordar lo que le dije, pero ahora nadie podría reclamarme nada porque sí había avisado. 

   De todas formas, tomé mi móvil y me aseguré de dejar un mensaje por el grupo de la familia. La Ciudad de Buenos Aires era preciosa durante la mañana. Estaba llena de vida. La gente caminaba de un lado a otro con apuro, haciendo todo lo posible por no llegar tarde al trabajo. El centro cultural quedaba a tan solo dos cuadras de mi casa. Iba a leer allí todos los días sin falta. Este no era la excepción. 

   Lo único que me atemorizaba era que, para llegar, era necesario pasar por la Plaza Francia. Era un parque normal, poco aterrador para la mayoría de las personas, pero no para mí. Había un solo motivo por el cual detestaba ese sitio: los perros. Desde pequeña les tengo miedo. Es algo que hasta el día de hoy no he podido superar. Nadie sabe cómo fue que surgió todo. Ninguno me había hecho daño antes y la parte racional de mi cerebro era consciente de que mis temores no tenían ningún fundamento. Sin embargo, no podía evitarlo. Cada vez que alguno se me acercaba me quedaba completamente rígida, o comenzaba a correr despavorida, como si escapara de un oso salvaje. Mi cerebro se quedaba completamente en blanco. No era yo quién controlaba mis acciones en ese momento. Y, cuando me tranquilizaba, me sentía totalmente humillada.

   Estaba atravesando el parque. Todo estaba bien. Lo mejor de llegar temprano era que no estaba tan abarrotada de personas como durante la tarde o el mediodía. Mis pasos eran cautos, miraba de un lado a otro en busca de canes. Nada. Comenzaba a relajarme cuando vi que un Beagle se aproximaba en dirección a donde yo estaba a toda velocidad. Solté un pequeño grito, tropecé con mi propio pie, y caí al suelo. Todo había ocurrido tan rápido... el perro ni siquiera se había detenido a mirarme. Siguió de largo hasta el otro extremo del parque, dónde lo esperaba su dueño con una rama en la mano. 
Y allí estaba de nuevo. La humillación. Al menos nadie lo había visto. No tardé mucho en darme cuenta de que eso no era cierto. 
Una carcajada estridente me hizo mirar hacia el costado. 

   — ¿Qué haces en el suelo? —preguntó un chico de cabellos negros que se encontraba sentado en el banco a mi derecha. Había evidente diversión en sus ojos. Tenía un libro en una de sus manos, y, en la otra...

   —Me caí —dije señalando lo obvio. Me puse de pie torpemente. Me alegraba el hecho de no haber llevado pantalones blancos ese día. Se habrían arruinado. 

   —Eso ya lo sé. Lo que me pregunto es, ¿quién puede ser tan torpe como para tropezarse consigo misma? —continuó con tono burlón. Entrecerré los ojos sin despegarlos de mi libro, que claramente había salido disparado por los aires durante mi caída, y que él tenía bajo su poder en ese momento. 

   —El perro me distrajo —murmuré sintiendo que se me calentaban las mejillas. 

   —El perro ni siquiera notó tu insignificante existencia—replicó el joven desviando la mirada y posándola sobre el Beagle, que jugaba con su dueño. 

   —Sí, ya me di cuenta. Por cierto, estoy bien. Gracias por preguntar —mascullé. Esa mañana me había creído la persona más feliz del mundo. Ese idiota había conseguido bajarme del pedestal sin siquiera conocerme. 

   —Sí, ya veo que estás bastante bien —afirmó inspeccionándome intensamente con la mirada. Me sentí incómoda porque sabía que su comentario tenía un doble significado, pero tampoco creía que reclamárselo fuera la solución, porque tal vez estaba equivocada y no quería pasar más vergüenza. 

   —Podrías devolverme mi libro —demandé extendiendo el brazo. Él parecía haberse olvidado de que lo estaba sosteniendo. Le dio vuelta, miró la portada y sacudió la cabeza tratando de contener la risa. Si existía la posibilidad de que me sintiera todavía más apenada, la estaba aprovechando. Me encogí un poco.

   —Como gustes. No me lo hubiera quedado aun si me lo regalaras. Probablemente, si no me lo hubieras pedido lo hubiera tirado a la basura —comentó con una sonrisa socarrona, extendiendo mi nueva adquisición para que la tomara. Prácticamente se la arranqué de las manos. Decir que estaba molesta era demasiado leve para describir lo que realmente estaba sintiendo en ese momento. 

   — ¿Qué es exactamente lo que quieres decir con eso? —espeté ofendida por el desprecio con el que se había dirigido a mi libro. 

   —Que eso no es literatura. Pura toxicidad, sexo y cero tramas. Hay mejores cosas para leer —explicó con tranquilidad, como si no hubiera criticado mis gustos literarios, como si no me hubiera ofendido de la peor manera posible. 

   — ¿Y tú qué sabes? Nadie te pidió tu opinión, engreído. Que a ti no te guste no significa que a otros no. Apuesto a que no has leído un solo libro en tu vida —solté a la defensiva, con las manos en las caderas. El chico levantó una ceja. Su sonrisa no se desvanecía, como si encontrara nuestra discusión especialmente entretenida. Tenía una postura relajada y parecía ser una de esas personas a las que les sudaba lo que otros tuvieran para decir sobre ellos. 

   —Nadie me la pidió, cierto. Pero puedo darla si quiero. Es gratis —contestó con un brillo peculiar en los ojos. Sabía que si continuaba con esto no terminaría llegando nunca a mi destino. Él no parecía querer darme la razón. Tampoco me importaba, porque ni siquiera lo conocía. Solo sentía molestia, aunque era consciente de que no debería. ¿Por qué me iba a importar a mí la opinión de un extraño? Por nada, no tenía por qué. 

   Levanté mis brazos para que quedaran a la altura de mis hombros y le mostré el dedo corazón en ambas manos. Luego, me marché. Mientras me encaminaba hacia la construcción de color rojo, pude ver por el rabillo del ojo que él estallaba en carcajadas.

   No le di importancia. No lo volvería a ver. 

   Tomé asiento en mi salón favorito y no tardé en sumergirme en la lectura. Era tan gracioso ver a la gente pasar y saber que no tenían ni la más mínima idea de lo que estaba leyendo... Si supieran se sorprenderían, al igual que mis familiares. La simple idea me hacía reír. Todo era más emocionante cuando existía la posibilidad de ser descubierta haciendo algo inapropiado. 

   La historia no era demasiado larga, lo cual fue un alivio, porque sabía que tenía que regresar a casa para el almuerzo y no quería parar de leer. Terminé el libro poco antes de las dos de la tarde. Sabía que tenía miles de llamadas perdidas en el celular. Mi madre servía el almuerzo a la una. Quién no estuviera allí a esa hora, sentado junto a la mesa, se quedaba sin comer. Esas eran las reglas. 
Me apresuré a retomar el camino de regreso a casa. No era largo, pero nuevamente tendría que atravesar la Plaza Francia. Solté un prolongado suspiro antes de salir. El sol chocaba con mi piel con intensidad. Detestaba el verano. El invierno era mucho más emocionante y las frecuentes lluvias me daban la excusa perfecta para quedarme en mi cama leyendo o mirando una película.

   Cuando pasé por el lugar del accidente de esa mañana, el chico molesto seguía allí. Estaba recostado horizontalmente sobre el banco, con las rodillas flexionadas y un libro sobre la cara. Así que... sí le gustaba leer. Lo miré con curiosidad. No eran todos los días en los que veía a un chico leyendo en la calle. 

   "Apuesto a que es una lectura obligatoria o escolar"

   Antes de poder percatarme de ello, estaba parada en el lugar y estirando el cuello para intentar leer el título. ¿En qué momento había decidido que esa era una buena idea? Como se dice por ahí... la curiosidad mató al gato. El joven giró la cabeza hacia mí y dejó caer el ejemplar sobre su estómago. Luego, se incorporó. ¿Había permanecido en ese mismo sitio todas esas horas y bajo los rayos del sol? 

   — ¿No crees que es de mala educación quedarte mirando a las personas? —preguntó calmo, lo que consiguió que dedujera que no estaba enfadado conmigo. ¡Y más vale! No tenía motivo alguno. Por otro lado, yo sí que lo tenía. Erguí mi espalda y me aproximé seria. 

   — ¿No crees que es de mala educación insultar a los demás? —devolví retomando la discusión de antes. Él puso los ojos en blanco y soltó un respingo.

   —Eres insoportable —soltó con cansancio.

   —Y tú un maleducado.

   —Como digas. No me interesa —dijo inclinándose hacia atrás para que su espalda se apoyara contra el respaldo.

   —A mí tampoco me interesa lo que tú digas —insistí, pero no me moví. Solo permanecí allí, con los brazos cruzados. No sé qué era lo que esperaba. Una disculpa, quizás. Nunca llegó.

   —Sigues observándome. Deja de hacerlo o podría pensar que te gusto —comentó plácidamente y con los ojos cerrados. Fue solo en ese momento en el que finalmente me detuve a contemplar su apariencia. Llevaba unos zapatos negros, pantalones del mismo color, una remera blanca y una campera de cuero. ¿Cómo rayos no se estaba muriendo del calor?

   —Por favor, ni siquiera eres mi tipo —le recriminé exasperada. Sin embargo, por dentro pensaba que no se veía nada mal.

   Él abrió los ojos con una pequeña sonrisa y me miró. Parecía estar reflexionando sobre algo. Tras dejar pasar unos minutos incómodos en silencio, dijo:

   — ¿Y quién es tu tipo? ¿El señor Darcy? ¿Luke Howland? ¿Jack Ross?
Me costó recomponerme y pensar en algo para contestar, porque había dado en el blanco. Esos habían sido mis crushes literarios desde que los había conocido en sus respectivas historias.

   — ¿Y qué si lo son? Aún sin existir son diez veces mejor que tú.
El joven me miraba incrédulo, con los labios curvados hacia arriba. Entrecerré los ojos al notar que se lo estaba pasando genial a costa de burlarse de mí.

   —Oh, ya veo. Interesante —murmuró para sí mismo, aunque lo suficientemente alto como para que yo pudiera escucharlo. Asintió un par de veces como si hubiera hecho un gran descubrimiento. Lo miré. No iba a preguntar. No me importaba. ¿Por qué me interesaría?

   — ¿Qué cosa?

   Las palabras habían brotado de mis labios antes de que pudiera hacer algo para frenarlas. Parecía feliz de que hubiera caído en su trampa.

   —Oh, no es nada...

   —Como si me importara... —farfullé. Nos miramos en silencio. Sus ojos marrones clavados en los míos. Estábamos en una intensa batalla de voluntades. Él estaba retándome a preguntarle, a insistir. No lo haría. No pensaba hacerlo y...

   —Dime.

   Si alguien tuviera que describirme, en una palabra, sería un acierto elegir la curiosidad. Lucía fastidiosamente satisfecho por haber conseguido ganar esa batalla. No sería tan fácil la próxima vez....

   — ¿Y qué obtengo a cambio si te lo cuento?

   —Una patada en el culo —solté sin pensarlo.

    —Creo que no me agrada esa propuesta. Intenta con otra.

   No solo había ganado, sino que quería alguna especie de trofeo para conservar de la victoria contra mí. Con cada segundo que pasaba sentía que la sangre me hervía más y más, a punto de explotar. Se burlaba de mí. Todo el tiempo. Y lo peor era que yo seguía allí, en la plaza que tanto miedo me daba, en la que en cualquier momento podía aparecer un perro furioso. No me marchaba, ni siquiera cuando sabía que mi familia se enfadaría muchísimo por la tardanza.

   Entonces, se me ocurrió la única cosa que podía ofrecerle, porque dinero no tenía en ese momento. Y tampoco pensaba dárselo, como si le estuviera pagando por algún servicio.

   —Te diré mi nombre —propuse tosca.

   —Es muy presuntuoso de tu parte pensar que tengo algún interés por saberlo —me dijo enarcando las cejas.

   —Entonces no tendrás nada. Adiós —espeté. Me volteé para seguir mi camino, pero él me detuvo con su voz:

   —Está bien. Tu nombre es un precio justo. Trato hecho.

   Sonreí complacida. Había sido mi turno de ganar. Regresé hacia donde estaba él y permanecí de pie. El joven seguía sentado. Me gustaba la sensación de tener que mirar hacia abajo para hablarle. Me otorgaba, de cierta forma, poder, aún si sabía que era muy tonta al regocijarme por eso.

   —Ahora, escúpelo. ¿Qué es lo que descubriste?

   —El tipo de persona que eres —soltó, como si lo que había dicho no era la gran cosa.

   Enderecé la espalda. Sentía más curiosidad que enojo en ese instante.

   —Ah, ¿sí? Te escucho.

   —Eres de esas personas que están tan enamoradas del amor que nunca conseguirán encontrar alguien que llegue a los estándares que imponen. Eres solitaria y tus mejores amigos ni siquiera existen más allá de la tinta y el papel. Mi conclusión es que morirás sola y rodeada de siete perros. No, gatos. Porque es evidente que los otros te asustan.

   Con cada palabra que soltaba su sonrisa se ensanchaba más y más a medida que mi enojo aumentaba en igual magnitud.

   —No es cierto. ¿Quién te crees que eres?

   Él ignoró mi pregunta y se cruzó de brazos.

   —Pruébalo. ¿Cuántos años tienes?

    —No pienso decírtelo.

    —Bien, entonces, contéstame esto: ¿Cuántos novios tuviste? Apuesto a que ninguno.

   —Tampoco voy a responder esa pregunta.

   —Claro, porque sabes que tengo razón y detestas admitirlo —sentenció retándome a contradecirlo.

   —Oh, vaya, porque apuesto a que tú tuviste miles de novias, ¿verdad? —ataqué. Él parecía sorprendido ante mi forma de responderle.

   —Las suficientes. Y si no fueron más se debe a la falta de interés por mi parte.

    Su sonrisa no se había esfumado en ninguna ocasión, y seguía allí, provocándome. Burlándose. Apreté los puños. Estaba segura de que si me quedaba en ese lugar un solo minuto más iba a terminar golpeándolo con fuerza en la cara. Y una parte de mí quería hacerlo con brutalidad. Que le doliera, mucho, por días.

   —Para tu información, sería feliz viviendo en una casa con una gran biblioteca. Y a uno de mis gatos, aquel que sea negro y tenga ojos marrones, le pondré tu nombre —escupí en mi mayor esfuerzo por insultarlo. El joven tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no estallar en carcajadas.

   — ¿Se supone que estás tratando de insultarme? Intenta de nuevo, porque no se te da nada bien.

   —Idiota.

   —Uno diría que siendo lectora tendrías mayora variedad de vocabulario para decir groserías. Usa tu creatividad, Pequitas —exclamó con burla. Fruncí el ceño. ¿Cómo me había llamado?

   — ¿Pequitas? —repetí incrédula. Ahora, sí. Había rebasado el límite. Me dispuse a marcharme, pero esta vez él corrió hacia mí y se colocó al frente.

   — ¿Cómo querías que te llamara si no me has dicho tu nombre? Además, es un lindo apodo y va a la perfección contigo —me aseguró. Estaba usando su tono burlón, pero algo me decía que genuinamente intentaba apaciguar mi enojo. Tenía razón. Mi rostro estaba cubierto de pecas. No era un apodo tan feo.

    —Bien. Ahora, muévete. Yo y mi espantoso gusto en lo que concierne a los libros, te dejaremos en paz.

   —Todavía no cumpliste tu parte del trato —canturreó él inclinándose un poco hacia adelante. Retrocedí unos pasos con nerviosismo. Me quedé quieta observándolo.

   —Deja de hacer eso. Das miedo. Tu nombre, ¿recuerdas? Eso es lo que quedamos —me recordó.

   —Te estoy pagando por insultarme —reflexioné con voz monótona. No importaba si el precio era algo tan tonto como mi nombre, él no se lo merecía. Se encogió de hombros.

   —Un trato es un trato —me dijo poniéndose serio repentinamente.
Solté un suspiro y dejé caer mis hombros en señal de derrota. Tenía razón. Él había cumplido con su parte. Era mi turno.

   —Elena —solté en un susurro. El chico vio mis labios abrirse, como si hubiera formulado una palabra, pero era evidente que no había escuchado nada a causa del ruido que provenía de los restaurantes cercanos.

   — ¿Disculpa? —insistió acercándose un poco más para asegurarse de oír esta vez. Tomé una gran bocanada de aire con cansancio. Discutir con él había sido agotador.

   —Elena —repetí con más firmeza que antes. Estaba segura de que en esa ocasión sí había escuchado, pero fingió lo contrario. Señaló los bares y restaurantes, y, luego, su oreja.

   —No voy a volver a repetirlo —decreté con determinación.

   —Elena —dijo él para sí mismo, saboreando la palabra pensativo.

   —Todavía no me dijiste tu apellido —señaló el joven luego de unos segundos.

   —Te dije mi nombre. El apellido no forma parte del trato —solté prosiguiendo a cruzar a la otra esquina cuando el semáforo estaba a solo segundos de cambiar a color verde. Él no pudo detenerme ni seguirme. Regresé a casa.

¿QUÉ OPINAN?

Tú, yo y un libroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora