La tragedia nos golpeó el domingo. Tenía que ser ese día, por supuesto.
No recibí la noticia hasta que me aproximé al parque. Encontré a Félix vestido de negro y con la mirada perdida. No había traído un libro. Si estaba allí era porque creía que tenía que contármelo, porque podría haber decidido simplemente no aparecer y lo hubiera entendido. Incluso antes de que hablara supe lo que había pasado. No pude contenerme. La vista se me nubló. Corrí hasta él y lo abracé con fuerza. Cualquier rastro de resistencia se desvaneció y vi que sus costillas se sacudían con violencia entre tantos sollozos. Se aferró a mí como si por el solo hecho de soltarme me fuera a desvanecer ante su desolada mirada. Entre la tristeza que sentía, los recuerdos que tenía de Mateo Toledo, que me recorrían la mente como una ráfaga de viento, y la miseria que desprendía de Félix, las lágrimas no tardaron en resbalar por mis mejillas.
Era desgarrador verlo tan mal. No me había dirigido la palabra, simplemente se había destrozado ante mí. Y lloró. Y lloró más de lo que creía que era posible para una persona humana. Hice lo mejor que pude para ayudarlo con su dolor, para contenerlo, pero no creía que estuviera siendo de mucha ayuda.
Esperé a que se calmara un poco mientras dibujaba pequeños círculos en su espalda con mi dedo índice. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? ¿Por qué me sentía tan inútil?
—Félix —murmuré cuando escuché que dejaba de llorar. Tenía la respiración agitada y no se despegaba de mí.
— ¿Qué? —susurró contra mi cabello.
— ¿Qué pasó? —cuestioné. Quise pegarme un tiro en ese preciso instante. Dichosa y oportuna Elena. ¿Cómo podía ser tan insensible? Pero quería saber, creía que también tenía el derecho a estar involucrada. Había pasado casi todo un mes acompañándolos en el hospital.
—Recibí la llamada. Se ha ido.
— ¿Y el velorio? —conseguí soltar, aunque me costaba demasiado pronunciar las palabras.
—No tengo dinero para pagarlo. El entierro será mañana —me dijo. En ningún momento apartó el rostro de mi cabello. Seguíamos abrazados. Debía ser horrible.
— ¿Pudiste despedirte? —le pregunté. Eso era lo más importante, poder darle un cierre a la vida de una persona muchas veces dependía del último encuentro antes de morir.
—No lo sé. Creo que sí.
Permanecimos en silencio.
— ¿Sabes una cosa? —preguntó apartándose. Se pasó una mano por los ojos para secar sus lágrimas.
— ¿Qué? —devolví ladeando la cabeza.
—Tengo el presentimiento de que él ya sabía que el momento estaba por llegar —confesó.
— ¿A qué te refieres?
—Te adoraba, ¿sabes? Insistió durante semanas hasta que finalmente me atreví a preguntarte si querías conocerlo.
Solté una sonrisa tímida mientras recordaba nuestros planes en contra de Félix.
—Creo que quería asegurarse de que no fuera a quedarme solo cuando se marchara —soltó luego. Tomó una gran bocanada de aire y la soltó. Era probable. Estaba segura de que, si hubiera estado en su lugar, hubiera querido garantizar el bienestar de mi hijo.
— ¿Qué va a pasar ahora? —cuestioné algo preocupada. Él no trabajaba, su padre había muerto, y solo tenía dieciocho años. Se encogió de hombros.
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Tú, yo y un libro
Teen FictionSolo requirió de un pequeño accidente para conseguir que Félix y Elena se encontraran. Desde ese entonces, volvieron a verse cada día, a la misma hora y en el mismo lugar. Cualquiera diría que siendo ambos amantes de los libros conectarían instanea...