El último adiós

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NOTA IMPORTANTE: Con este relato participo en el Concurso de relatos cortos de @MrsLevine92


El sol había brillado durante toda la mañana, pero, conforme avanzaba el día, el cielo se iba tiñendo de un color triste y plomizo. Las vidrieras de la iglesia de Saint Michael perdían el bello y llamativo color con el que bañaban siempre el sencillo templo. El cielo empezó a llorar desconsoladamente y el tañido de sus lágrimas llegaba a oídos de todos los presentes. En silencio, Ariande Silas estaba de pie junto al atril, acariciando un pequeño colgante con una espada plateada envuelta en llamas de oro, el cual era el más preciado de sus tesoros.

El día que se graduó en la academia de policía, Bradley Silas le regaló a su hija la única joya de la que sabía que jamás se desprendería, aquella que es símbolo de justicia y protección, valores que deben regir a un buen agente de la ley. Nunca se la quitó desde entonces y su tacto metálico era como una segunda piel para ella. Su padre era el hombre de su vida, pero se había marchado para siempre.

Bradley había sido un gran policía, un buen padre y un excelente amigo y, por ello, la pequeña iglesia de aquel humilde barrio se quedaba pequeña para despedirle. Familiares, compañeros y amigos se sumaban al dolor de la persona que más le había amado, su hija, que solo era capaz de aguantar las lágrimas mientras leía.

- "Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él." Era su pasaje favorito... Puede parecer poco apropiado para la ocasión, pero nada más lejos. Mi padre siempre me dijo que me cuidara del mal, que el mal es seductor y fácil, que lo difícil es el camino recto, el que nos pone a prueba. Siempre hay una luz que nos guía. Él seguirá siendo la mía hasta que volvamos a reunirnos.

Cogió un minúsculo ramo de flores azules que guardaba en el atril. Una docena de Nomeolvides se perderían entre la maraña de muestras de aprecio, pero eran las flores favoritas de su padre y las apariencias le importaban más bien poco. Ariadne bajó del altar con paso titubeante, después de dejar el ramo encima del féretro de su padre. Sentía una fuerte presión en sus sienes y un súbito temblor estremeció su cuerpo. Caía sin poder hacer nada por evitarlo, entre el estupor y la alarma de los presentes, hasta que alguien le salvó de dar con sus huesos en el suelo.

- Patrick... Gracias...

- Será mejor que se siente un rato. ¡Qué alguien traiga agua, por el amor de Dios! - la sonora voz del hombre retumbó por toda la estancia.

Ariadne se sentó en las escaleras, recolocándose su elegante falda oscura y descalzándose, sin preocuparse lo más mínimo por el decoro. Cogió la botella de agua fresca que le ofreció Patrick pero no bebió, sino que se la puso en la frente y en la nuca.

- ¿Mejor?

- Mejor.

- Prometí a su padre que cuidaría de usted si él faltaba pero se ha empeñado en darme trabajo demasiado pronto.

La joven sonrió. Se sentía afortunada por tener al mejor amigo de su padre a su lado. Patrick Everdeen era solo un novato cuando empezó a trabajar con Bradley y ya se perfilaba como el próximo jefe del distrito norte. Eso decía mucho de él y de su buen hacer. Apenas le recordaba joven, siempre había tenido el rostro severo y el pelo con alguna que otra cana. Los compañeros se protegen, se ayudan y se respetan, como una familia, y para Patrick aquello era un compromiso casi sagrado.

Tras el emotivo funeral, volver a la casa familiar, vacía y silenciosa, era como una cruel bofetada de la realidad. Pese a que Patrick le había ofrecido pasar unos días con él y su familia, Ariadne había declinado la oferta. Estaba empezando a lamentar haberlo hecho.

La habitación de su amado padre seguía oliendo a su colonia. Sus camisas, perfectamente planchadas, colgaban del perchero. Acarició la manga de la camisa de cuadros que le había regalado para su último cumpleaños y sintió deseos de dormir en su cama, como cuando, de niña, le acosaban las pesadillas sobre demonios y seres oscuros. Sentada sobre la colcha, abrió el cajón donde guardaba las reliquias de su época de policía. Había fotos, su placa, condecoraciones, recortes de periódico y su vieja pistola, convertida solo en un elemento de nostalgia. Sus manos temblaron al cogerla y algo sacudió su ser cuando sintió su tacto frío. La suya era más moderna y fiable, pero no tenía ese encanto retro. Sostuvo la pistola un rato, con añoranza en sus llorosos ojos. Revisó las fotos y, entre ellas, encontró el testimonio del primer día de Patrick junto a su padre que le sacó una amplia sonrisa.

- Vaya... Hubo un tiempo en que fue joven, siempre lo olvido...

Los recuerdos la abrumaban, pero no iba a permitir que la consumieran. Y aunque lloró amargamente hasta caer dormida en la cama de su padre, aquel dolor le haría más fuerte y más sabia. Lograría ser digna del legado que se le había entregado, pero, tal como decía Bradley Silas: "El camino de lo correcto es el más difícil y tortuoso, como un laberinto enmarañado de extrañas fuerzas que juegan con todos nosotros."

Ariadne estaba a punto de aprenderlo por sí misma.

Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión...

La contadora de sueños. Relatos cortos, cotidianos, mágicos y épicosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora