Capítulo 5

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Mi primer amigo: Pablo

Recuerdo mi primer día de clases en la Escuela primaria Lorenzo Arismendi. Estábamos en el mes de septiembre del 2000. No podía creer que ya estaba en primer grado. —¡Papi, ya te tienes que parar! —Mi mamá estaba sentada al borde de mi cama. Yo dormía bocabajo y estaba arropado con mi sabana de Simba del Rey león. Mi película favorita.

Salté de la cama sonriente y eléctrico. Tomé un baño rápido. Como no teníamos agua por las mañanas, mi regadera, era un tobo de agua tibia con un recipiente transparente. Mi mamá calentaba un poco de agua en la estufa y la mezclaba con la del tobo. Igual, siempre terminaba temblando del frío. Tomé mi toalla fina, que raspaba más de lo que secaba. Tremulante, salí corriendo hacia mi cuarto. Mi uniforme estaba guindado en la puerta: Un polo blanco con la insignia escolar y un pantalón de vestir azul marino. Me sentía como un adulto.

El reloj marcaba las seis y once de la mañana. Ya vestido, fui corriendo a la mesa para desayunar: Panquecas con queso amarillo y un vaso de chocolate instantáneo. —¡Apúrate, hijo que vamos a perder el bus! —gritaba mi mamá desde su cuarto. Rápidamente estaba en mi último bocado. Agarré mi bolso negro con un estampado verde de las tortugas ninjas. Abrí la puerta principal y observaba la gente caminar hacia el terminal de buses. Vivíamos en la banlieue como dicen en Francia.

El sol se dejaba ver entre las nubes. Una brisa ligeramente fría, movía las hojas del pequeño arbusto que teníamos en el jardín. —¿Te cepillaste? —me preguntó mi mamá. La miré con una sonrisa amortiguada. Tenía tantas ganas de irme que, fui al baño, y apenas rocé mis dientes con el cepillo. —Listo, ya podemos irnos —dije sonriente. La mirada de mi madre me hizo reír. —¿Tan rápido? —me cuestionó incrédula. Le sujeté la mano y la jalé. —¡Vamos! —exclamé. Mi mamá se había dado por vencida.

La ruta 61, era el bus que teníamos que agarrar. Ya estaba full. Apretados como sardinas en lata, arrancamos. Me sentía como si fuese de viaje a la capital, solo que duró unos veinte minutos. Nos bajamos en la parada del hospital donde mi mamá trabajaba. Caminamos y cruzamos otros alumnos que iban en la misma dirección. Mis futuros compañeros. El trayecto se me hizo interminable. Al ver la fachada de la escuela, grité —¡Al fin!

Los primeros dos meses la pasé excelente. Un día de diciembre, esperaba que mi mamá viniese a buscarme. Jugaba con Pablo, un compañero de clases quien esperaba también. —La comida está lista esposo —me dijo Pablo. Papá y mamá era un juego que muchos hacían y Pablo quería jugar. Yo hacia el esposo quien pedía por la comida. Él era mi esposa servicial con su delantal rosa. Al servirme el plato de verduras de plástico, le respondí —Esto está frío esposa, caliéntalo de nuevo. Una nalgada resonante proyectó a Pablo hacia el piso. —¿Qué es lo que están haciendo? —gritó una voz grave que me hizo sobresaltar. Era el padre de Pablo. Su cara me hacía pensar a mi tío cuando estaba molesto. Lo tomó del brazo de una manera violenta y se lo llevó. Sus ojos negros me petrificaron.

Al día siguiente Pablo me confesó apenado —Mi papá me prohibió jugar con los marginales como tú. En la escuela muchas de las familias se conocían. Pronto, algunos niños empezaron a tratarme diferente.

Pablo era un buen chico. Unos días después volvió a jugar conmigo. Los otros chicos también. Éramos niños. Teníamos esa inocencia pura. Nos divertíamos y nos peleábamos al mismo tiempo. Algunos comenzaron a llamarme marginal o cara sucia, pero creo que no me importaba tanto en ese tiempo. Pablito estaba conmigo siempre.

Nos escapábamos a veces de la escuela, a la hora del recreo. Nos encantaba el mango verde con sal. Nos escondíamos de la maestra, íbamos al portón, saltábamos la reja, tumbábamos los mangos y regresábamos. Un día era él quien traía la sal y otro yo. Era un ritual.

Matarme para no suicidarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora