Impotencia
Me encontraba tirado en el monte aun sin aliento. Reaccioné con un brusco suspiro. Quejándome de dolor, de miedo y de asco, me quedé en el piso unos segundos. Las voces de varias personas se escuchaban. Me levanté despacio, curveando mi espalda. No quería que mi camisa se untara de lo que goteaba por mi espalda.
Cojeando fui hacia mi bolso. Agarré una hoja de uno de mis cuadernos para limpiarme. Doblé el brazo por detrás de mi espalda y pasé el papel. Tomé otra hoja y otra hasta arrancar más de diez. Sentía que no limpiaba nada. Bajé la mirada con temor. Vi todos los papeles arrugados. Algunos con restos de Jonathan. De rabia empuñé mis manos y grité sin hacer ruido. Nunca había sentido tanta impotencia. —¡Por lo menos no hubo penetración! —me dije estrechando la mandíbula.
Tuve unas ganas repentinas de buscar ayuda. Me dirigí hacia la parada. Dos chicas y tres chicos se encontraban ahí. —¿Vieron lo que pasó? —pregunté con histeria. No me importaba si parecía un loco. Era la única posibilidad para ponerle alto a todo eso. Si tenía por lo menos un testigo, iba directo a la policía.
—¿No te bastó maricon? —La pregunta de Juan Carlos Alarcón, el hijo del director de Ingeniería, me dejó frío. El otro chico detrás de él era aún más amenazante. Se veía a leguas que venían de un mundo que yo no conocía. El mundo de los ricos. Su manera de hablar, su ropa de marca y su reloj caro lo revelaban. En su mirada había una especie de compasión disimulada. —¡Lo siento! —Se reflejaban en sus ojos azules. Sin embargo, sus aires de macho eran más imponentes.
—¡Déjalo, pobrecito! —exclamó una de las chicas con compasión, pero sin mirarme. —¿Entonces si vieron o escucharon algo? —Mi agitación estaba en ascenso. —Nosotros no vimos ni sabemos nada —contestó otra de las chicas de manera agresiva.
—¡Mierda! —Me acerqué a ellos gritando—. ¡Casi me violan! ¡Ayúdenme, por favor! —les suplicaba. Un empujón más de la parte de la maldita sociedad. —Quédate ahí arrastrado —replicó Juan Carlos abrazando a la única que se apiadó de mí. —Eso es lo que te mereces por MARICA —gritó despectivamente el segundo tipo.
La impotencia, la vergüenza, la desesperación me dejaron paralizado. Me aparté abatido. El bus llegó y ellos subieron, dejándome desamparado. Otros venían dirección de la parada, entre ellos Emma. Ella no podía verme y menos así.
Arrebatado, comencé a correr la pendiente que me llevaría probablemente al final de mi vida. La tortuga con tres patas escondió la cabeza. Caminé y caminé por horas como un sonámbulo lucido y sin dirección. Parecía la llorona en pleno día. Gritaba y pataleaba desgarrándome por dentro. —¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer para dejar de sentirme así? ¿Qué puedo hacer para dejar de sentirme como Carlos el marica? —me preguntaba a voz alta. Los pasantes me miraban desconcentrados.
—¡Esto es mi culpa! ¡solo mía! Si yo no fuese así, nada de esto hubiese ocurrido. Nada de lo que me ha pasado en esta puta vida —lo repetía una y otra vez rascándome la cabeza. Todo era mi culpa.
Renegado, sucio, ultrajado, necesitaba llamar a mi madre. «¿Qué le voy a decir? ¿Qué casi me violan? ¿Qué no te pudiste defender? ¿Qué sigues siendo un debilucho maricon que necesita a su mami? ¿Qué es mentira que tienes novia y qué te gustan los hombres y qué por eso te pasa lo que te pasa?» ¡NO! —Vociferé abruptamente, asustando a una madre con su pequeña que caminaban en mi dirección—. Eso no va a pasar. No la puedo preocupar. Ella tiene muchos problemas sola y piensa que todo está bien.
Seguí caminado hasta que vi desde lejos mi edificio. Eras casi las cuatro de la tarde. Más de cinco horas caminado sin rumbo. Corrí con las ultimas fuerzas que me quedaban.
Dos de mis vecinas estaban en la puerta principal de la residencia. Antes de que me saludaran me fui por la derecha hacia la puerta trasera. Subí las escaleras llegando al segundo piso. Saqué mis llaves peleando con la cerradura. Logré entrar.
Cerré la puerta haciendo que las paredes del pasillo temblaran. Lancé mi bolso contra la pared. Mis gritos retumbaban en la residencia. Arranqué mi camisa de un tirón. Me quité los zapatos y el pantalón. Sin importar que solo tenía tres pantalones viejos contándolo, busqué unas tijeras y lo despedacé junto a mi camisa pegajosa. Todo a la basura.
Entré al baño. Estuve bajo la regadera por lo menos una hora. Intentando olvidar la sensación de su pene en mi trasero. Lo peor de todo, Jonathan me atraía y si hubiese estado solo, habría querido que fuese más lejos. Me sentía sucio por pensar eso. Por seguir deseándolo.
«¿Qué clase de porquería soy? ¿Qué clase de persona desea al que le propinó ese dolor?» Pensaba. Me senté en la cerámica amarillenta completamente desnudo. —¡Me estoy volviendo loco! Lo estoy haciendo —Gritaba en medio del llanto—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —Golpeaba el piso haciendo salpicar el agua. Estaba haciendo un berrinche. —¡Maldito seas Jonathan!
Salí de la ducha. El sol se estaba escondiendo. Caminé un nuevo maratón en mi salón. Daba tres pasos de la cocina y estaba al pie de la cama. Una llamada entrante de Laura. Agarré el teléfono con ganas de pedir ayuda. Necesitaba un amigo en ese momento. Mi peor decisión: no molestar cuando debía.
—¿Quién le va a creer al negro pobretón y maricon? —Arrojé el móvil, con la potencia suficiente para destruirlo si tocaba el muro. Como no era idiota tampoco, lo hice contra el sofá, para que no se volviera añicos. No tenía para comprarme otro.
Me fui a la cama pasada las ocho de la noche. Mis lagrimas salían solas, emparamando la almohada. No dejaba de pensar en ese desgraciado. Ese sentimiento de odio y de deseo, me manchaba de pensamientos oscuros.
Pude dormir. El cansancio no me permitía mantener los parpados abiertos. Me desperté en la madrugada. Aún más alterado que la noche precedente. Golpeando al aire. Todavía defendiéndome de Jonathan como si estuviese reviviendo la escena.
En pleno trance, sentía como el acababa en mi espalda. Las ganas de vomitar surgieron. Vomité rápido la bilis. No había comido por más de 24 horas. Mi estomago me dolía, mis brazos, mis costillas, mis ojos y la cabeza ni hablar, me iba a estallar.
Revisé mi teléfono. Llamadas perdidas y mensajes de texto. —¿Carlos, Estas bien? —¿Por qué no viniste esta tarde? —¿Por qué no respondes? —¡Tienes que venir! hay parcial sorpresa —Todos de Laura. Como si nada podía ir peor. Había olvidado la clase de física a las cinco de la tarde. Al final, no me importó. Solo pensaba en lo que tenía que cambiar de mi para que todo eso dejara de reproducirse.
Un mensaje de voz: —¿Cómo estás papi? Te estuve llamando, pero tu móvil estaba apagado u ocupado. Te mando muchos besos. Me haces falta. ¿Cuándo vas a venir? Es tu mamá.
Me cubrí los ojos llorando sin retenerme. Todo salió. Me apretaba el pecho del dolor que sentía. —¿Por qué no estás aquí conmigo mamá? Estoy consciente que me quería ir de esa maldita ciudad. Me quería escapar para comenzar a vivir. Si supieras, si supieras Aquí es peor. Si me ves no me reconoces. Tú también me haces falta, no sabes cuánto. Igual te diré que todo va bien, porque no puedes ver en lo que tu hijo se ha convertido. Lo voy a solucionar ¡Te lo juro!
Pasé lo que quedaba de la noche y la mañana completa trabajando mi manera de hablar, mi manera de caminar, mi manera de vestir. Una historia sin fin. Mis intentos de cambio radical para complacer al resto del mundo, los he hecho miles y miles de veces. Desde mi niñez he luchado con eso.
Estaba al tanto que nada de eso funcionaría. Todos mis esfuerzos, todas mis ganas por encajar, por ser respetado, por ser tratado como una persona normal no habían dado ningún fruto. Siempre he sido Carlos el MARICA y creo que nunca me desharé de él.
Gracias por la lectura :)
¿Qué tal les pareció el segundo capítulo?
No olviden dejar sus comentarios constructivos para mejorar la historia de Carlos :)
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Matarme para no suicidarme
AléatoireCarlos ha sufrido el acoso, el maltrato y el rechazo desde su niñez. Ser pobre, negro y gay en una sociedad clasista, racista y homófoba no ha sido de ayuda. Lo que más desea: Ser aceptado, amado y respetado. Lo que en realidad necesita: Aceptarse...