Capítulo 1

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No fue tu día Carlitos

Una noche me desperté asustado. Era la noche del 13 de enero del 2013. Me levanté y corrí a buscar un vaso para beber lo que sea. No sabía por qué estaba tan aterrado y sediento. Tomé tres vasos de agua sin parar. Miré el reloj que estaba en mi salón, daban las dos de la mañana. No quería acostarme de nuevo. Preferí hacer un maratón en mi pequeño apartamento de 19 metros cuadrados. Me sentía cansado de pensar sin pensar, de caminar sin avanzar. Me lancé a la cama llorando, solo, como ya estaba acostumbrado. Me sentía vacío, olvidado, desesperado y sin fuerzas. Traté de dormir sin lograr mi objetivo. Reflexionaba en lo que no tenía, en lo que me faltaba y sobre todo en lo que no me sobraba.

La alarma de mi teléfono me hizo sobresaltar. Eran las siete y media. Tenía que pararme. Otro día más viendo al mundo ir hacia adelante, entre tanto, yo estaba varado en un laberinto. Ya había encontrado centenas de puertas y ventanas por las que me escabullí. Todas me llevaron al mismo punto de partida. Al centro de ese laberinto oscuro y tenebroso. Ya no tenía ganas de buscar una salida. Me estaba dando por vencido.

Tenía 17 años. En marzo tendría la mayoría de edad. Era un buen estudiante desde pequeño por lo que salté una clase en primaria. Asistir a las clases era lo único que tenía para animarme, sin embargo, mi dolor me fue atrapando. Salir de mi casa era un gran esfuerzo. Como espectador, observaba como mis caminos se llenaban del polvo grisáceo que dejaban mis muros desbaratados.

Decidí ir y aparentar que todo iba bien, como lo hacía todos los días. —¡Sonríe! ¡Respira! — me decía. Una sonrisa falsa que quien me conociera me preguntaría —¿Qué te pasa? — Me hubiese gustado la presencia de ese alguien. Una sola persona hubiese hecho la diferencia. Yo estaba más solo que pingüino en el desierto de Sahara. Al menos tenía a Laura.

Me cambié rápido. Preparé mi bolso y me fui. No desayuné. No tenía hambre. Tampoco mucho que comer. Tenía que rentabilizar. Iba aguantar hasta el mediodía para poder comer gratis en el comedor de la universidad. Siempre fui flaco, pero ya estaba casi raquítico. Pesaba 64 kilogramos para mis 1.79 metros de estatura.

Llegué a el salón de clases. En la mira desde el principio del día. En la pizarra, un pene eyaculando dibujado, acompañado de mi foto y de "UN POQUITO DE LECHE PARA EL MARICA DE CARLOS".

El profesor de turno venia detrás de mí. Él sonrió al ver lo escrito. Lo único que dijo fue —¡A ver! ya les he dicho, que cuando yo llegue, quiero silencio en mi clase —dijo él colocando su maletín de cuero sobre el escritorio. En ningún momento hubo un indicio de defensa hacia mi persona.

Casi todos riendo a carcajadas y yo muriéndome por dentro. Hice como siempre: Lanzar una risa trepidante que me quemaba la garganta, bajar la cabeza y continuar. Era la única técnica de sobrevivencia que conseguí. No era la mejor. A veces, incitaba a recibir golpes, lepes u otros. A paso acelerado, fui al fondo de la clase donde se encontraba Laura. Ella no reía. Los miraba con rabia. La conocía un poco, y sin duda, la atrapé por el brazo antes que ella tomara mi defensa.

—¡Carlos no es marica! y si lo es, no es problema de nadie —gritó ella. La solté, poniéndome la mano en la frente. Enojada, se acercó hacia Jonathan quien la hundió también. —Si Carlos no es marica, es como decir que él no es negro o que tú no eres fea —replicó él con crueldad. Ella se quedó sin habla. Las risas no se hicieron esperar.

Laura estaba lejos de ser fea. Su cara blanca, sus ojos verdes y su cabellera negra azabache le daba un toque de elegancia que ella no explotaba. Sus faldas largas como si fuese a un culto evangelista y sus camisas holgadas, no era la mejor opción vestimentaria.

Compartíamos en el grupo de la sección 3 de Ingeniería mecánica y de todo el núcleo, las burlas. Ella por fea. Yo por gay, negro y pobre. Mis pantalones, mis camisas, mis zapatos usados y reusados, no me dejaban estar a la moda.

Matarme para no suicidarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora