Hijos

959 127 21
                                    

—¿Ya se fue?— Preguntó Leo cuando Guillermo regresó a la habitación después de despedir a su hijo Kevin, el último en irse de casa.

Desde el año anterior sus hijos habían comenzado a abandonar el nido. Extrañamente fue el más pequeño el primero en irse. Santi salió de casa llevando una maleta enorme, una mochila que se veía más pesada que él y tomado de la mano de Ángel, que lo miraba como si su vida estuviera puesta en ese chico de 21 años, el predilecto de Leo.

Después se fue Diego, metiendo su vida entera en algunas cajas que se acomodaron como piezas de tetris en el maletero del auto de Edson. Memo no estaba nada seguro de la decisión de su hijo mediano, no es que Edson le desagradara, es que él era especialmente sobreprotector con el joven y si para todos quería lo mejor, para Diego esperaba prácticamente a un príncipe azul, uno que no sabía si Álvarez podía ser. Aunque por la forma en la que este tomó la mano de Diego y besó su dorso cuando subieron al auto, pudo decir que Diego estaba eligiendo bien.

El último en irse fue Kevin, el mayor. Acababa de salir de casa llevando apenas unas pocas cosas consigo, pues pensaba regresar después por el resto de sus cosas. Él se iba con Julián, quien incluso ya había ido hace unas semanas a pedir su mano.

Leo no había querido bajar porque se sentí especialmente sensible y había estado llorando desde la mañana. Solo abrazó a Kevin cuando fue a despedirse, pero no bajó a verlo partir porque sintió que no lo soportaría.

—Se acaban de ir. Dicen que regresan la otra semana por las demás cosas de Kevin. — Dijo Memo yendo a sentarse al lado de Leo en la orilla de la cama.

—Todos mis bebés se fueron, Memo— Dijo Lionel acercando su cabeza al hombro de su alfa para recargarse en este y comenzar a llorar de nuevo —¿Qué vamos a hacer nosotros dos solos?

Memo no respondió al instante, solo acarició la espalda de su pareja pensando en que ya no estarían rodeados de la presencia de sus hijos, que ya no estarían ahí para despertarlos por las mañanas, que no estarían rodeados de sus gritos y sus peleas... que ya no tendría que esconder el pan que se pensaba cenar porque ellos acababan con todo, que ya no habría que soportar la música atronadora, que ya no habría que regresar temprano a casa por no dejar a los chicos solos demasiado tiempo.

Messi aparentemente pensó igual que él, porque levantó su cabeza y lo miró con ojos muy abiertos. Eran libres, de nuevo eran libres para hacer lo que quisieran cuando quisieran, que podrían andar en bolas por la casa o follar en la cocina sobre la barra, o en la mesa del comedor, que no tendrían que ser silenciosos, que podrían salir a convivir con otros adultos sin más. Eran libres, ambos eran libres de hacer y deshacer.

La tristeza de Leo se acabó y pronto estaba riendo mucho, emocionados por la perspectiva de volver a ser como eran al principio de su matrimonio.

Fueron a fiestas, a la playa, tuvieron sexo en la sala y sobre la mesa, adoptaron un perro, comenzaron a sentir que la vida era bella ahora que no tenían que cuidar a nadie.

Sin embargo duró poco, pues una mañana Lionel se levantó de la cama corriendo para llegar al baño y regresar todo el contenido de su estómago en el retrete. Y cuando esto se repitió por varios días Leo supo que debía hacerse una prueba.

Esa tarde cuando Memo regresó del trabajo encontró a Leo pálido, sentado en el sillón y teniendo entre sus manos un puñado de pruebas de embarazo: positivas todas.

—¿Qué quieres hacer, pulguita? —Preguntó Memo acariciando la mejilla de su esposo. Él quería al bebé, le encantaba la idea de volver a tener otro hijo o hija, un pequeño bebé que alegrara la casa y lo volviera todo menos solitario. Sin embargo si Messi no quería eso entonces lo respetaría completamente, pues a final de cuentas el cuerpo que gestaba era el de su marido, no el propio.

Amor en la cancha Donde viven las historias. Descúbrelo ahora