𝕆𝕔𝕙𝕠

383 48 11
                                    

Katara se quedó pasmada, sentada en el piso con las manos cubriendo su boca, observando el cuaderno que permanecía tirado.

No podía creerlo. Había encontrado el diario de Aang. Ese cuaderno de tapas marrones y hojas semiamarillentas era el objeto más privado de su amigo.

Y ella lo había descubierto y abierto.

Pero no leído.

De pronto, una idea cruzó su mente.

Cuando Aang se suicidó no dejó ninguna nota. A su lado, ni en ninguna otra parte, no apareció pista alguna sobre la razón por la que había decidido terminar con su vida, dejando desconsolados y confundidos a todos los que lo conocían, especialmente a ella, marcando en sus corazones la eterna incógnita e incertidumbre.

Sin embargo, ahora ella había encontrado los que eran probablemente los únicos restos de lo que alguna vez había pasado por la mente del muchacho, los pensamientos íntimos de Aang.

Allí debería estar la respuesta.

El sonido de la puerta de la entrada principal y el crujido apresurado de los escalones de madera le indicó que Gyatso venía a toda prisa, seguramente alertado por el estruendo que había provocado la puerta al cerrarse por la ventisca de aire.

Sin pensarlo dos veces, Katara tomó el viejo cuaderno y lo guardó dentro de su abrigo, sujetandolo con el borde de su pantalón de jean, cuidando de no arrugarlo demasiado ni romperlo, y lo cubrió bien bajo el buzo de lana que llevaba. Por suerte, su ropa era tan gruesa que nadie notaría lo que ocultaba.

Tenía que tener cuidado de no ser descubierta.

No es que estuviera haciendo algo realmente malo, pero supuso que llevarse en secreto el diario íntimo de su amigo, que quizás debería ser más bien resguardado por su familia más cercana e informar de inmediato su hallazgo, debería considerarse casi como un robo raspando lo moralmente aceptable.

Pero no podía darselo a Gyatso. ¿Y si él decidía que no era correcto leerlo? ¿O si lo tiraba a la basura por el dolor que le causaba el contenido, sin ella poder echarle un vistazo?

Ella quería saber por qué Aang había hecho lo que hizo, lo que lo empujó a hacerlo. Ella necesitaba saberlo... así podría comprenderlo.

Y perdonarlo.

Apenas alcanzó a cerrar la cajita de madera y patearla de nuevo bajo la cama cuando Gyatso llegó a la habitación y abrió la puerta con la respiración agitada, y la preocupación plasmada en su rostro.

—¡Katara!— exclamó el monje sosteniendose de la manija y el marco, en busca de un poco de aliento, y revisando todo con la mirada—. ¿Estás bien? Escuché un golpe espantoso y luego un grito. ¿Te has hecho daño, pequeña?

¿Un grito? ¿Ella había gritado?

—¡Sí!—le aseguró Katara—. Estaba distraida y me tomó por sorpresa cuando la puerta se cerró. Eso es todo—confesó con una sonrisa tímida de disculpa—. Lamento haberlo preocupado.

Gyatso la examinó con la mirada por unos segundos, serio, y Katara pensó que quizás se había dado cuenta.

Él sabía lo que había hecho.

Pero el monje finalmente dejó escapar un suspiro de alivio.

—No, está bien—dijo Gyatso—. Pensé que algo había pasado y te habías lastimado. Es bueno que no haya sido así.

Katara asintió con la cabeza.

—Es mejor que regreses a casa—declaró el anciano—. Pronto empezará a atardecer y, si a este viejo todavía le funciona el cerebro y la memoria, vives un poco lejos de aquí, por lo que deberías irte ahora. No es seguro que una jovencita camine en las calles sola demasiado tarde.

7 daysDonde viven las historias. Descúbrelo ahora