Ojos dorados, lágrimas sangrientas

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Desde el día del entierro de su padre, Elise Johnstone se convirtió en una persona diferente

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Desde el día del entierro de su padre, Elise Johnstone se convirtió en una persona diferente. Fue como si la pequeña de ocho años hubiese quedado presa bajo tierra, junto con el hombre que le dio la vida.

No es que Lizzie no amara a su madre, pero, incapaz de entender el sentimiento de frialdad de Saundra hacia su finado marido, interpretó que algo mal debía ver su madre en ella, después de todo, los hijos son un uno, que se forma de dos.

Magnolia no hizo nada para corregir los errores de percepción de la chiquilla. No por malvada, sino por considerar que era demasiado temprano para enterar a la niña de lo podridos que podían ser los hombres, y lo difícil que resultaba para cierto tipo de mujeres descubrirse engañadas . Otras lecciones eran apremiantes. Su trabajo estaba hecho, una mujer con un orgullo herido que no perdonaba ni la muerte del ofensor, le había puesto a su hija en sus manos.  Y Maggie tenía mucho que enseñarle a su pequeña pupila.

—¿Qué tal, Lizzie? ¿Has dormido bien?

Caminaban entre los senderos protegidos del Jardín Botánico de Savannah, completamente solas, un lugar donde, en una primavera cualquiera, se encontraría atestado de visitantes.  Pero no era una primavera como otras. La muerte proliferaba como flores en hospitales cercanos, mientras que las plantas quedaban desprovistas de atención, relegadas a agua y  clima controlado. En menos de un mes de la pandemia, los jardines, meticulosamente cuidados, adquirieron una apariencia salvaje y al mismo tiempo atrayente y hermosa. Magnolia se encontró pensando que sucedería con Savannah, si por una vuelta del destino, la ciudad se viera vacía de habitantes y entregada a la voluntad de la naturaleza.

—Duermo bien, Maggie, aunque sigo soñando el mismo sueño extraño todas las noches, el de las mujeres del bosque.

—¡Ah! Las mujeres del bosque   —repitió Magnolia —. Hemos tratado todo con ellas, ¿no? Pensar en otras cosas, correr a despertarnos... nunca, nunca, seguirlas.

—Nunca se van. Creo por más que hago, insisten en ser mis amigas.

El sueño recurrente estaba empezando a preocupar a Magnolia. Debía saber quienes eran las mujeres que protegían las noches de Lizzie. Sin duda eran vestigios de brujas de su línea ancestral; familiares que hasta ese momento habían permanecido silentes. Debía desarraigar a la niña de lo que era, por virtud de sangre, la fuente de conocimiento acumulado de su aquelarre. Las brujas solitarias son mucho más fáciles de moldear, su necesidad de comunidad las lleva a lanzarse a los brazos de la primera fuente de consuelo.

—¿Sabes lo que no hemos tratado, Lizzie? Presentármelas. Quiero hablar con ellas. Es por eso que te traje a visitar el jardín hoy.  

—¿Hablar con ellas? ¡Pero, si viven dentro de mi imaginación!  —La pequeña comenzó a reír ante la ocurrencia. A su corta edad le era tan fácil creer como mostrarse escéptica.

Magnolia trató de no contagiarse con la efusividad de Lizzie. Por alguna razón extraña había descubierto, a través de los años vividos, que los revenant tienen una conexión especial con los niños. Tal vez porque su mundo no siempre estaba atado a la razón, e inadvertidamente, brindaban algo de paz. Pero Magnolia no necesitaba sosiego, o compañía. Tenía una misión, la cual Nicholas Rashard le había facilitado, pagando una discreta y considerable suma de dinero por unas horas en el jardín botánico, a pesar de la cuarentena.

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