La suerte de los muertos

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Maggie observaba el rojo festivo de su manicura, mientras trataba de no hacer contacto visual con Saundra Johnstone

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Maggie observaba el rojo festivo de su manicura, mientras trataba de no hacer contacto visual con Saundra Johnstone. Era algo difícil, la revenant era la única invitada en el lado de la familia durante el sepelio del marido de la mujer.

Fue un fastidio. A pesar de la insistencia sádica de Rashard, lo despachó con rapidez, con tal de evitar que su desagradable espíritu se quedara dando vueltas. Pero, como ninguna buena obra se queda sin castigo, ahora estaba obligada a hacer acto de presencia frente a su ataúd, donde Johnstone descansaba, con cara de querubín pasado en años, sin el mínimo indicio de parte de su esposa de que el hombre fue descubierto desnudo y desangrado encima del cuerpo igualmente inerte de la que fue su amante. Al menos un poco de chisme de despechada garantizaba pasar un velatorio entretenido. Pero Saundra era una estatua a estoicismo sureño: divinas magnolias de acero, impasibles ante el calor, el comentario social y sobre todo, el vituperio.

—No sé qué pensar —comentó Saundra por lo bajo—, supongo que es más fácil para todos que el velatorio no sea concurrido. Es una pena que los padres de Jonathan no pudieran llegar. Por cuestión de edad se pueden ver inmuno-comprometidos y...

Magnolia perdió el hilo de la conversación al detenerse a analizar qué seres faltos de imaginación llamarían a su hijo Jonathan Johnstone y como, tras recibir semejante nombre, el individuo no se dedicó a vivir la vida recta y moral de un superhéroe de Marvel en lugar de andar pegando tarros en tiempos de emergencia sanitaria.

De igual manera, estimó que Saundra mentía, y que los padres del finado intuían lo rata que era su hijo y prefirieron no asistir al circo.

—Deben estar muy delicados de salud —argumentó—. Después de todo, no he conocido sureño que no se aventura a retar a la pandemia y andar por ahí, a boca libre, con tal de restregarle al mundo su derecho a expresión y libertad. Pero al menos los políticos han sido razonables, al legislar el número de personas que pueden reunirse en una actividad. Los lobos cuidan muy bien de las ovejas que los engordan.

La viuda miró a su alrededor. La ciudad había dictado que las reuniones sociales, incluyendo los velatorios, no debían exceder veinte personas, dado el distanciamiento apropiado. En su corazón sabía que, a un nivel emocional, sobraban diecisiete espacios y que de los presentes, la única que sentía la partida de su esposo era Lizzie. Una pequeña acercándose a los ocho años no merecía estar vestida de gris, aferrándose a una muñeca y observando como un manojo de extraños, echaban suertes sobre la posición corporativa de su padre, cuyo ataúd aún no se cerraba.

Por un instante, Magnolia recordó haber tenido un corazón dispuesto a derramar lágrimas por un padre que le fue arrebatado en su infancia.

—Ya no quiero escucharlos más, mommy —Lizzie rogó a su madre, mientras su manito buscaba a Magnolia—. Han hablado más de números que de otras cosas, ¿es que no conocían a daddy?

Saundra pareció desconectarse del mundo por un instante, perdida en el odio profundo que le provocaba la convención social, respondió a su hija de forma tan fría que hizo que Magnolia preguntara si Nick Rashard al fin lograba poseerla.

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