20 horas

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Enero 2017

Santiago miró aburrido hacia el horizonte mientras los grillos inundaban los pastizales con sus cantos. Esperó en silencio dejando que aquel anochecer húmedo y pesado de verano del primero de enero cayera sobre sus hombros con cierta melancolía. Hacía calor, no tanto como para agobiarlo, pero si el suficiente para obligarlo a abanicarse con un viejo resumen impreso del seguro que había guardado dentro de la vieja camioneta que lo había llevado hasta allí.

Suspiró secándose el sudor del rostro y miró la escena campestre que se desplegaba a su alrededor.

—Pero ¿Dónde estará este tipo...? — Comentó aburrido y tomó un sorbo de mate tibio mientras seguía esperando apoyado vagamente en la puerta de la F100 azul que lo había llevado hasta allí. Había dado tres vueltas caminando por los alrededores en los últimos veinte minutos, y si bien apreciaba los momentos de soledad para reflexionar, no estaba tan sobrado de tiempo ni cerca de casa como para permitirse estar lo suficientemente relajado como en sus retiros dominicales.

Sacó su teléfono móvil del bolsillo para comprobar que se había quedado sin señal y apenas eran pasadas las ocho de la noche.

El sol se había ocultado hacía pocos minutos, pero la temperatura aún no había descendido lo suficiente como para permitirle respirar mejor, de hecho, no quería volver a caminar cerca de los pastizales en busca de fresco por miedo a despertar a una legión de mosquitos con hambre de sangre nueva.

Susurró una vieja melodía, pero aprovechó la soledad de la naturaleza para relajar un poco su mente y despejarse de los pensamientos de la vida cotidiana.

Observó el camino de tierra que lentamente se iba oscureciendo al ser devorado por las sombras largas que daban paso al anochecer. Alzó la vista a su izquierda para ver una pequeña y vieja estación perdida entre los pastizales y apreció como había sido víctima del abandono y de la inclemencia de más de tres décadas de clima cambiante. Rodeada de pastos crecidos, yuyales altos y resecos y con sus en sus paredes ennegrecidas por la humedad, no daba la sensación de ser un lugar agradable para esperar un tren que nunca vendría.

Las paredes mugrientas, descascaradas o repletas de grafitis de distintos colores y grados de talento que se habían ido garabateando a lo largo de los años le dieron a entender que había servido de refugio y pasatiempo para aquellos amigos de lo clandestino. La ausencia de ventanales era otro claro ejemplo de que lo que alguna vez había sido pulcro y bien cuidado y, hasta, casi por así decirlo, patrimonio histórico del pueblo. Había perdido todo para caer en el olvido en la inmensidad de la pampa húmeda.

A su derecha, estaba la entrada a lo que parecía ser una vieja estancia derrumbada y también aquejada por las inclemencias del clima que, en otra vida, según le habían contado vecinos de la zona, había sido una de las más modernas de la época.

Suspiró.

Su intuición, muy en el fondo, le decía que no era buena idea estar allí a medida que se acercara la noche, pero su trabajo era estar allí aquella noche.

Miró la hora, esta vez en su reloj pulsera con agujas, que cada vez era menos visible debido a la falta de luz: ya habían pasado veinte minutos de las ocho de la noche.

—Me voy a ir a la mierda si no aparece dentro de diez minutos... — Se enojó de repente y decidió que ya era momento de vaciar el mate, luego de comprobar que se había quedado sin agua caliente dentro del pequeño termo de litro que había traído consigo.

Mientras limpiaba el pequeño mate negro de madera vaciando su contenido en el pastizal, oyó un auto acercarse a toda velocidad. Se irguió y vio un sedán negro doblar de repente y cruzar las viejas vías con cierta brusquedad para detenerse pocos metros más adelante de él, cubriéndolo con una estela de polvo y tierra.

#1 Una noche en la estación abandonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora