22 horas

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Santiago tragó saliva disimulando su nerviosismo mientras intentaba enfocarse con todas sus fuerzas en una docena de sandwiches de jamón y queso que se encontraba en el interior de una heladera con puerta vidriada.

Matías, un par de pasos por delante, charlaba amigablemente con la dueña del pequeño almacén del pueblo mientras ella preparaba unos seis chorizos listos para cocinar.

Santiago intentó calmarse, respirando lentamente.

—¡Ah! Padre! —Llamó su atención un hombre regordete, cuya piel morena, cuarteada y algo reseca, sus kilos de más y su cabello entrecano denotaron su larga vida de trabajo en el campo —¿Se siente bien?

—Más o menos... — se animó a responder Santiago con un hilo de voz, al notar que Matías y la dueña volteaban un momento para mirarlos a ambos. —Debe ser el calor... —Mintió al notar que estaba transpirando.

—Ah, sí, los veranos se han vuelto insoportables... — Respondió el hombre —Un poco de vino y un asado lo va a reponer enseguida, no se preocupe... —Bromeó.

Los otros tres rieron y Santiago volvió a aflojarse el cuello de la camisa mientras se repetía mentalmente que todo estaba bien a pesar de las imágenes que le devolvían sus ojos.

Junto al hombre moreno, que siguió haciéndoles preguntas mundanas sobre su viaje, se encontraba el espíritu de una mujer mayor, de baja estatura, que lo miraba con un aire de superioridad, mientras su piel blanquecina, derretida y pálida se difuminaba suavemente con su entorno. Sus ojos vacíos se clavaron en él, su pelo grisáceo reseco y su ropa arrugada y gastada le dieron un aire aterrador. La baja energía que emanaba fue tornando el ambiente mucho más pesado mientras parecía emitir un zumbido que, al parecer, solo el sacerdote era capaz de oír.

Su mandíbula cayó de golpe, inundando la habitación con un aire gélido y una sensación de vacío.

Váyanse... —Susurró la mujer.

Santiago desvió la vista, masajeándose el cuello, incómodo.

La mujer se apareció a su lado, sin quitarle aquella mirada vacía de encima, y Santiago contuvo la respiración mientras un escalofrío recorría su cuerpo ante el frío de la baja energía que emanaba el espíritu. Sintió una tristeza enorme, pero supo de inmediato que no era suya, sino del espíritu.

—Ah, se puso fresco... —se relajó el dueño a lo que su mujer asintió. Matías y Santiago intercambiaron miradas de asentimiento, aunque ambos sabían que no se trataba del clima.

¡Vayansé! —repitió la mujer.

El sacerdote siguió fingiendo que no la veía.

—¿Por qué están aquí? —preguntó el hombre con voz afable.

Matías miró a Santiago, y al verlo distraído, respondió por él.

—Vine a traer al padre para hablar de unos asuntos con el párroco de la iglesia...

—Ah... Supongo que es por la fiesta de Semana Santa — aventuró el dueño mientras su mujer buscaba unas gaseosas en una de las heladeras.

—Sí, así es... —respondió Santiago con un hilo de voz y caminó, alejándose del espíritu, quien se mantuvo inmóvil, como detenido en el tiempo. Paseó su mirada por el almacen hasta que su atención se detuvo en un cuadro.—¿Esta es su familia?— señaló casi sin darse cuenta cuando reconoció al matrimonio y su mirada se enfocó en otra de las mujeres de la foto, que era muy parecida y mucho más conservada que el espíritu que recorría la habitación pasando a su lado.

—Si. Mi madre, doña Elvira. Mis dos hermanos Elvio y Raúl con sus esposas e hijos y mi hermana Graciela con su marido y los mellizos — Señaló con orgullo el almacenero, y se enfocó en cobrarles.

#1 Una noche en la estación abandonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora