A veces creía que ese maldito sueño era real, que caminaba por un bosque y llegaba hasta aquel lago, donde caía al agua por tropezar... donde me ahogaba. No me importaba morir, al contrario, deseaba dejar de respirar para darle punto final a mi vida.
Abrí los ojos de par en par, todavía sin acostumbrarse al pequeño rayo de luz que se apreciaba entre las rejillas de mi ventana. Necesitaba despertarme, ser consciente de que no estaba muerta, sino que continuaba respirando. Aunque, en ocasiones, me preguntaba si aquello era un alivio o una tortura.
Mi respiración estaba acelerada, e intenté calmarme con un pequeño ejercicio de relajación que aprendí a través de unos videotutoriales. Habían pasado seis meses desde que ese sueño se repetía cada noche. Una y otra vez. Como un disco rayado, solo que yo no era capaz de pulsar el botón para extraerlo del reproductor de música.
Aquel sueño me desconcertaba, incluso busqué información por si tenía algún significado. Nunca había sido una persona que le diese importancia a lo que vivía por las noches, pero después de experimentar la muerte de cerca, sentía la necesidad de resolverlo por mí misma.
Todo lo que encontré sobre soñar con un bosque era positivo. Porque, en el sueño, yo estaba feliz y relajada. Significaba que era dueña de mis sentimientos y emociones; que era una persona con las ideas muy claras. Aunque aquello no era cierto, yo no tenía el control sobre mí en ningún aspecto. También leí que soñar con un lago, donde en el agua se veía mi reflejo, significaba que viviría grandes emociones. Me eché a reír con una gran carcajada. Era irónico si tenía en cuenta los sucesos de los últimos meses.
Lo último que busqué fue soñar con la muerte. Sí, la muerte aparecía en ese sueño. Acariciaba mi pelo, mis mejillas, mis labios. Acariciaba mis brazos, mi vientre, mis piernas. La muerte penetraba dentro de mí, quien me susurraba que enterrase la cabeza en el agua y le permitiese terminar con su trabajo sin ninguna dificultad. Y yo lo dejaba. No luchaba, ni me resistía. Consentía que tuviera ese control sobre mí. Porque eso era lo que yo quería.
Soñar con el suicidio significaba que sufría en silencio por algo que me atormentaba y que necesitaba pedir ayuda. Morir en soledad significaba miedo a estar sola, que me preocupaba no tener una familia o amigos en los que apoyarme.
Eso tenía más sentido.
Mi vida, desde hacía ocho meses atrás, era en lo que se había convertido. Solo que yo no encontraba una explicación coherente. De hecho, me había rendido y permitía que los días pasasen como si nada tuviera importancia. Quizá así lo fuera, quizá no había nada que me llenase y la vida quería hacérmelo pagar por mi egoísmo.
Yo tenía sueños, tantos que no conseguía acordarme de todos, pero eran los sueños de una chica de dieciocho años. El año anterior me matriculé para estudiar Filología Inglesa. Quería ser profesora de inglés en alguna importante universidad por las mañanas y, por las tardes, impartiría clases a los más pequeños. Esa meta, al igual que otras muchas, se había desvanecido.
No me presenté a la primera clase en septiembre, ni siquiera fui capaz de salir a la calle. Me quedé en casa, con la mano sobre el pomo de la puerta, viendo cómo ese sueño se echaba a perder.
A partir de ahí, mi vida se convirtió en una línea recta que no tomaba forma. Mis padres —Inés y Alfonso— salían a trabajar cada mañana, mucho antes de que yo me despertase, y volvían para la hora de cenar. Mi hermano, Daniel, estudiaba en la universidad. Cursaba el último año de Química, donde conoció a su novia actual —Andrea—, con quien pasaba las tardes después de clase.
¿Y yo? Yo me despertaba para llevar a mi vecino Álex al colegio, y después mis pies caminaban de forma automática hasta casa. Limpiaba, cocinaba y hacía la compra en el supermercado que había a la vuelta de la esquina. Me había convertido en ama de casa sin quererlo, pero era lo único que me mantenía distraída de la cruda realidad.
El cantar de los pájaros volvió a resonar en mi despertador. No lo había apagado desde la primera alarma, por lo que volvió a sonar a los diez minutos. Aquella mañana me levanté más tarde de lo habitual, y no tuve tiempo para desayunar. Aunque tampoco tenía hambre después de recordar todo lo que estaba pasando.
Sentada en la cama, apagué torpemente el despertador y ese sonido insoportable se extinguió. Tenía que cambiar de alarma, sino terminaría volviéndome loca.
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Aurora: una historia sobre enfermedades mentales
Romance« ¿Sabes lo que realmente veo yo? Veo a una chica de diecinueve años que lucha cada mañana por ser feliz. Que tenía una vida que le encantaba y que, aunque no fuera perfecta, ella estaba conforme. Pero un día se la arrebataron de las manos, y ahora...