La historia de Aurora surgió durante una consulta de mi psicólogo. Me pidió que escribiera un relato en tercera persona, donde el personaje sufría lo mismo que yo. Admito que me asustó la idea, pues nunca había escrito al respecto. Y, bueno, seré sincera: me olvidé totalmente de que debía escribirla y me acordé la noche antes de la siguiente consulta. Así que ya me veis a las doce de la noche con un Word abierto y una página en blanco. No sabía qué escribir, estaba bloqueada. Creía que escribir sobre mi enfermedad era imposible. Decidí cerrar los ojos y dejarme llevar. Y salió. Escribí 9 páginas en menos de una hora, donde explicaba un día normal y corriente en mi vida. Y me di cuenta de que escribir sobre ello era más reconfortante de lo que pensaba. Me sentía libre y ligera.
A la mañana siguiente, me presenté con el relato. Leímos cada página una a una, y analizamos cada parágrafo. Mi terapeuta descubrió pensamientos y emociones que tenía guardados, algunos que incluso yo misma desconocía. La consulta duraba 45 minutos, pero estuvimos más de 3 horas sin parar de leer. Y fue él quien me animó a escribir sobre ello, pero no un relato, sino una novela para que el mundo conociera mi enfermedad y pudiera empatizar con el protagonista.
Al igual que Aurora, yo también sufro agorafobia. Se podría decir que esta novela es un poco autobiográfica, ya que recopila muchas de mis vivencias. A diferencia de la protagonista, la enfermedad lleva conmigo desde hace más de 13 años por diferentes motivos (maltrato, acoso escolar, baja autoestima, etc.). Sin embargo, aunque no lo parezca, no siempre hablaba de mi enfermedad con tanta libertad.
Recuerdo que tenía 17 años cuando los síntomas aparecieron. No sabía qué me pasaba, incluso diría que llegué a tener miedo de mí misma. Busqué el apoyo de mi pareja, con quien llevaba 2 años, y lo único que recibí fue «Eres un puto bicho raro». No os podéis imaginar todo lo qué pasó por mi cabeza. Si la persona que más me quería, se lo tomaba así, ¿cómo lo harían mis padres?, ¿mis amigos? Así que decidí guardar en silencio una enfermedad que crecía cada día que pasaba.
Visité a diversos psicólogos sin que nadie de mi entorno lo supiera. No por vergüenza a admitir que visitaba a un especialista, sino porque me avergonzaba de mí misma. De mi enfermedad. Y, por desgracia, me topé con profesionales que trataban la agorafobia como una «llamada de atención», «nervios» y «si no sales, es porque no quieres». Mi mundo se derrumbaba cada vez más.
Si os soy sincera, no recuerdo cuándo fue el momento exacto en qué toqué fondo. Solo recuerdo que no me quedaban más lágrimas, ni fuerza para levantarme de la cama, ni siquiera una triste sonrisa para Cody. Perdí a todas mis amigas, aunque, si os digo la verdad, a día de hoy me siento feliz por ello. Nadie debería darle la espalda a una amiga cuando es obvio que lo está pasando mal. No exagero cuando digo que pasé 7 años de mi vida sin saber qué hacer, sin saber si mis días cambiarían en algún momento, sin saber si resistiría un año más.
Y, entonces, apareció él —mi Pedro particular— sin darme cuenta. Y, al igual que Aurora, también quise alejarlo de mí. No quería que supiera la clase de persona que era. No quería otro «eres un puto bicho raro» de sus labios, no lo habría soportado. Siempre me ha sido imposible darle un «no» por respuesta, ni siquiera cuando éramos amigos, así que al final derribó ese muro que construí durante 7 largos años.
Poco a poco, entendió mis extraños comportamientos: las excusas para no alejarnos de mi piso, ese miedo incontrolable cuando me proponía alejarnos, cuando desaparecía en mitad de una quedada para ocultarle un ataque de ansiedad, entre otros. No me juzgó, ni me lo recriminó, sino que me entendió como nadie lo había hecho hasta ahora. Incluso buscó un psicológico especializado en agorafobias que estuviera cerca de mi casa. En ocasiones, hasta me acompañaba para hablar con mi terapeuta y explicarle lo que él veía con sus propios ojos.
Me encantaría decir que, a día de hoy, mi agorafobia ha desaparecido por completo y que puedo alejarme todo lo que quiera de nuestro hogar. Pero la realidad es que todavía sigue conmigo, y soy consciente de que continuará muchos años a mi lado. Pero me toca ser paciente y alegrarme por los pequeños pasos que doy día tras día.
Si no te has sentido identificado con mi historia, pero conoces a alguien en esta situación: ayúdale. Lo primero que sentimos las personas con una enfermedad mental, es que estamos solos. Simplemente, muéstrale tu apoyo y hazle saber que estás a su lado. Es importante que no le insistas a que se abra a ti, deja que la persona decida cuándo es el momento.
Por último, me quiero dirigir a ti. Si te has sentido identificado con este breve resumen sobre mi enfermedad, solo te quiero pedir una cosa: habla y pide ayuda. No te avergüences de sufrir depresión, ansiedad, estrés, agorafobia, o cualquier otra enfermedad mental. No la escondas, y mucho menos te la guardes. No es sano para ti, ni tampoco para quienes te rodean. La gente que te quiere continuará a tu lado, y caminará de tu mano cuando tengas miedo. Y la gente que no lo haga... bueno, mejor que desaparezca de tu vida.
Soy consciente que el sistema no te lo pone fácil: las colas de la Seguridad Social son larguísimas, y los psicólogos privados no son asequibles para todo el mundo. Aun así, por favor, no tires la toalla. Solo nosotros podemos conseguir que la salud mental no sea un tema tabú.
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Aurora: una historia sobre enfermedades mentales
Romance« ¿Sabes lo que realmente veo yo? Veo a una chica de diecinueve años que lucha cada mañana por ser feliz. Que tenía una vida que le encantaba y que, aunque no fuera perfecta, ella estaba conforme. Pero un día se la arrebataron de las manos, y ahora...