Capítulo 4

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Aurora

Escuché que la puerta principal se cerró después de unos minutos. Estaba apoyada en la puerta de mi habitación, con miles de lágrimas surcando mis mejillas. El momento más romántico de mi vida se había convertido en el peor beso de la historia. Fui una imbécil. Me asusté y, por consiguiente, asusté a Pedro. Le pedí que se largara de casa, cuando lo único que quería era que continuase besándome hasta que perdiéramos el aliento.

Una parte de mí deseaba que Pedro corriese detrás de mí, que dijera cualquier cosa que me hiciese entrar en razón, pero él no era de esa manera. Era comprensivo, paciente y asquerosamente perfecto.

Pedro y yo no teníamos que estar juntos. Él no se merecía a una persona que lo mentía constantemente. No solo a él, sino a cualquier persona de mi alrededor. A mis padres, a mi hermano, incluso a mis amigos, aunque estos decidieron darme la espalda. No se lo reproché a ninguno de los dos, era lo mejor para todos, y Pedro debería haber actuado igual que ellos.

Mentirle a Pedro era como si yo misma me clavase un puñal en el pecho. No sabía cuántas veces le había mentido, hacía meses que perdí la cuenta. No era capaz de ponerle fin, y me odiaba por ello. Pedro no merecía sufrir las consecuencias que me habían llevado a ese estado de ansiedad y miedo constante. Nunca llevaríamos una vida normal, como esas parejas que viajaban fuera del país durante las vacaciones, o algo tan simple como tomar un helado al lado de casa. Pedro y yo no tendríamos ese futuro.

Me merecía estar sola, quería estar sola. Yo me había buscado esa situación, pero Pedro jamás se rindió. Se mantuvo a mi lado, aun cuando yo trataba de alejarlo. Buscó respuestas durante meses, pero al final desistió y dejó de hacer preguntas. No quería agobiarme, y yo creía que era la peor persona por tener a alguien tan bondadoso a mi lado.

Había soñado durante años con nuestro primer beso, pero justo cuando sentí sus labios contra los míos, tuve que apartarme. No, Pedro no se merecía nada de esto. Merecía a alguien mejor que yo, mil veces mejor. Él era una persona llena de felicidad, con ganas de exprimir la vida. Yo era justo lo contrario, era oscuridad. Una oscuridad que me consumía cada día que pasaba. Lo veía, lo sentía y, aun así, no luchaba. Me había quedado sin fuerzas, por lo que acepté que mis días serían una rutina diaria hasta que llegase el momento en que todo terminaría. Había pensado en ponerle fin antes de lo esperado, pero nunca encontré el valor para hacerlo.

Pedro no se merecía una persona que deseaba quitarse la vida, que no quería enfrentarse a los fantasmas que la atormentaban. Él no se merecía ver sufrir a diario a la persona que amaba. No merecía ver cómo me consumía poco a poco, hasta tal punto de no ser yo misma. Por eso... por eso me aparté de Pedro.


Pedro

De camino a casa, recordé la noche en la que todo cambió en Aurora. En la que desapareció esa persona llena de vitalidad y alegría por otra que se destruía a sí misma.

Su aroma a frambuesa me mantuvo en vilo mientras estábamos en mi saco de dormir. Le acaricié el pelo, su suave melena rubia. Quise que esa noche nunca llegase a su fin, que se quedara entre mis brazos para siempre. Que su delicado cuerpo continuase apoyado sobre el mío.

No sabía qué pasó a partir de aquella noche, pero mi Aurora se marchó. Su cuerpo continuaba ahí, con nosotros, pero su alma no.

Cuando los demás salimos de nuestras tiendas, ella estaba fuera. El color verde de sus ojos se había oscurecido y estaba totalmente pálida. No dijo qué le pasaba, solo que quería volver a casa. De camino al coche, le pregunté si estaba bien en diversas ocasiones, pero no me respondió. Parecía como si estuviera ida. Se sentó en el asiento del copiloto, a mi lado, y no se despidió de nosotros cuando salió del coche.

Me preocupé nada más llegar a casa. La llamé al móvil varias veces, pero no contestaba. Pasó una semana y Aurora esquivaba todas mis llamadas, mis mensajes y cualquier medio de comunicación que utilizara para ponerme en contacto con ella.

Nunca habíamos estado una semana separados, y mucho menos incomunicados. Me presenté en su casa sin avisar. Su padre me dijo que estaba en su habitación y que llevaba una semana sin salir. Tragué saliva. Incluso su padre, quien siempre tuvo desatendida a Aurora, estaba preocupado por ella.

Fui a su habitación con miedo. Había recorrido ese pasillo miles de veces con confianza, incluso había abierto su puerta sin avisar. De ahí que alguna vez la encontrase en paños menores y me tirase cualquier cosa que tuviera a mano para que cerrase la puerta de nuevo.

Por primera vez en la vida, piqué a la puerta. No obtuve respuesta. Toqué una segunda y una tercera. Silencio. Pensé en retroceder mis pasos y volver en otro momento, pero estaba demasiado preocupado por ella. Siempre había sido muy protector con Aurora, igual que ella conmigo. Nos conocíamos a la perfección, por eso no podía fallarle. Fuera lo que fuera, mi amiga me necesitaba.

Abrí la puerta y no vi una imagen distinta a la que había experimentado en el pasado. Aurora estaba tumbada en la cama con los auriculares puestos y un libro entre las manos. Parecía relajada y abstraída del mundo al mismo tiempo.

No supo que estaba en su habitación hasta que me senté en la cama y el colchón se hundió con mi peso. Las facciones de su rostro cambiaron, como si acabase de ver a un fantasma. Quise dar marcha atrás y salir corriendo de su habitación. En cuanto apoyé mi mano sobre su pierna, no vi nada en ella. No se puso nerviosa, ni mostró esa sonrisilla tímida cada vez que la acariciaba. Nada, no había nada.

Si hubiese sabido que a la mañana siguiente del lago todo cambiaría entre nosotros, jamás la habría dejado salir de la tienda de campaña. La habría sostenido contra mí, la habría retenido para que aquello no pasara.

Le quité los auriculares y me miró como si la estuviera molestando. Le hice miles de preguntas: cómo estaba, qué hizo esa semana, por qué no salía con nosotros por las tardes. No me contestó a ninguna, solo mantenía su mirada clavada en mí.

Estuve un par de horas con ella. A veces en silencio, a veces formulaba las mismas preguntas aun sabiendo que no obtendría respuesta. Al final, me levanté de su cama con la intención de irme. Cuando me giré para despedirme, la escuché susurrar.

—Te he echado de menos.

Fueron las únicas palabras que dijo aquella tarde y yo me quedé parado por escuchar su voz. Yo también la había echado de menos, y tanto que sí. Me habría tirado a sus brazos del alivio. En mi cabeza acepté que estaba enfadada conmigo, aunque no recordaba haber hecho nada malo. Quizá fue mi reacción a la fiesta sorpresa de mi cumpleaños... pero ella sabía perfectamente que yo jamás lo celebraba. No existía ni un solo motivo para hacerlo.

— ¿Quieres que vuelva mañana? —pregunté.

Aurora no me respondió, pero asintió con la cabeza. Me acerqué a ella y le di un beso en la cabeza, y juro que escuché como su respiración se aceleraba. Era la primera emoción que notaba desde que había entrado por la puerta de su habitación.

Cada día, después de la universidad, me plantaba en su casa y me quedaba toda la tarde con ella. Al principio, estábamos en silencio. Ella leía y yo escuchaba música, pero una vez le pregunté cuál era su libro favorito y lo busqué entre todos los de la estantería.

En esa ocasión me senté a su lado, rozando nuestros codos, en vez de al pie de la cama con sus piernas sobre las mías. Y me prometí a mí mismo que terminaría ese libro, aunque fuese la historia de amor más pastelosa del mundo. Aquella sería mi oportunidad para recuperar a Aurora.

Así fue cómo volvimos a hablar durante horas, a través de un libro que relataba el romance entre un enfermero y una paciente con problemas de corazón. Parecía que Aurora recobraba el brillo en sus ojos, aunque fuese por unos minutos. Y solo porque el personaje masculino era, según ella, el tío más perfecto de la faz de la tierra.

Maldito capullo con suerte. 

Aurora: una historia sobre enfermedades mentalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora