La delgada línea

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—¿Qué tal los fideos, cariño? —preguntó animada—. Los preparé especialmente para ti.

Tragué un pequeño bocado y alcé la mirada hacia mi madre, quien me observaba a través de sus lentes, ella sonrió y yo fingí corresponderle. Unos días habían pasado desde mi visita al acuario, y el más grande cambio en mi rutina era que ya salía de la habitación para cenar. O trataba. Mamá solía contarme lo que sucedía entorno a mi ausencia, después de varias horas —mentira, en realidad eran minutos—, de charla sobre peces y ventas, ella se levantaba de la mesa y me dirigía al dormitorio contiguo al suyo, donde terminaba un día más, o mejor dicho, un día menos de mi vida.

Aquella noche, mientras cenaba un enorme plato de spaghettis con salsa de tres quesos y un bollo de pan recién horneado, mi madre llamaba mi atención cada cinco segundos con preguntas al azar: "¿Cómo te has sentido, cielito?, ¿Qué tal un paseo mañana por la tarde?, ¿Quieres un poco más de salsa?" Siendo honesta, mi intento por parecer cómoda comenzaba a irse por el desagüe. Lo que más quería y añoraba era irme a mi cama y dormir, no saber nada del mundo ni de su gente, incluyéndome.

—¿Y bien? —habló de nuevo.

La complací con mi respuesta:

— Si, me gustan —dije, volviendo la vista a mis alimentos—. Solo les falta sal.

Sonrió ladina y me contestó serena:

—Lo siento —se disculpó dulce. Tomando varios cilindros de trigo entre los dientes del tenedor, prosiguió—. Recuerda que...

—Sí, sí, ya lo sé, «una dieta alta en sal provoca la retención de líquidos, esto supone una carga adicional para el corazón» —exclamé su clásica cantaleta—. No me lo tienes que repetir.

Antes de que pudiera reprenderme, agarré los trastos y me puse de pie. Ella me echó una mirada autoritaria.

—Cath...

—Ya me llené —pronuncié—, lo mejor será que vaya a dormir.

Seguí de pie mirándola, pero de pronto mi atención se posó en otro punto, en una parte de mi cuerpo. Algo andaba mal. Dejé el plato junto con el vaso en la mesa y me acerqué a una silla, me senté y respiré hondo tres veces continuas.

Mamá se paró y, de prisa, se aproximó a mí.

—Catherine, ¿qué pasa? ¿Te sientes bien? —cuestionó alarmada, con la voz quebrada—. Cath, ¿me escuchas, cielo?

La miré sonriendo, pronto notó que mi mueca era forzada.

—Si... —murmuré anticipada—. Estoy bien.

Me apresuré a sujetar los artículos que había dejado y, sosteniéndome con fuerza, giré y me encaminé hacia el fregadero, sintiendo la mirada de mamá encima de mis hombros. Podía engañar al mundo entero, excepto a dos personas; a la mujer que me engendró y a mí. Eso lo confirmé en un dos por tres, cuando un fuerte calambre en el pecho se extendió por toda la longitud de mi brazo hasta la punta de mi mano. Un hormigueo fastidiaste empezó a entumecer y engarrotar mis dedos izquierdos.

Como si no fuera suficiente, dejé caer los platos y volví a recargarme contra la encimera, pero esta vez sin la posibilidad de disimular o disminuir mi malestar.

—Hija, ¿qué tienes, qué sientes? —Se acercó rápidamente, rodeándome por la cintura.

Di una bocanada de aire.

—Nada, yo... un ligero dolor.

—¿¡Dolor!?—dijo en un hilillo. No respondí—. Ven, vamos al sofá —ordenó y me cogió del brazo.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora