Día de revelaciones

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Era una locura pensar que aun sabiendo la situación en la que me encontraba mis seres queridos se atrevieran a mentirme, como si fuera una broma de mal gusto.

Estaba a punto de llorar, otra vez, cuando mamá entró a la habitación vistiendo un conjunto de pants y sudadera blanca. Su cara tenía el aspecto de alguien que no había dormido durante semanas. La mujer me sonrió y luego arrojó su bolso hacia un rincón del cuarto para acercarse a mí y estrechar mi mano.

—¿Cómo te encuentras, cariño? —me preguntó.

La ignoré.

—¿Por qué me mentiste?

—¿Qué?

—¿Por qué me mentiste? —repetí.

—No te entiendo, Cath —dijo confundida.

Sonreí dolida.

—Me dirías cualquier cosa —Se me quebró la voz—. Pero no me dijiste algo importante.

Ella me dio una mirada de curiosidad. Yo, por mi lado, sentía la garganta arder.

—No fui compatible con el donador. ¿Cierto, mamá?

Mi madre se puso más pálida, si acaso era posible.

—¿A qué hora te lo dijeron? —preguntó. No sabía descifrar si lo que había en sus ojos era desconcierto o furia.

—Y ni siquiera sabía que ya existía un donador —añadí.

Me miró con ojos tristes.

Aquello tomó de repente un ambiente melancólico. En una habitación, una hija le reclamaba a su madre algo que, tal vez, no era su culpa, no del todo, mientras que esta solo hacia lo que estaba en sus manos para hacer de sus días los más amenos posibles. Si, una situación jodidamente injusta y depresiva, lo sabía, pero mi maldito orgullo me dominaba en las peores circunstancias.

—Madre...

—Siento mucho que no fuéramos compatibles, cielo —dijo al borde del llanto.

Parpadeé varias veces y la miré, incrédula.

—¿Qué quieres decir con eso? —murmuré ahogada.

—Catherine, sabes que yo daría mi vida por ti si pudiera —mencionó entre sollozos—. Hija, yo...

—No —interrumpí. No podía ser lo que estaba imaginando.

Ella asintió.

—Cariño. Yo quería ser quien te donara el corazón, pero lamentablemente no puedo hacerlo.

Joder

Sollocé.

—Perdóname, Cath—murmuró—. Perdóname por favor.

Tragué saliva y sentí como la presión se apoderaba de mi pecho. Todo me empezó a dar vueltas y una profunda tristeza me invadió. Quería gritar, correr, escapar de ahí, de esa pesadilla que poco a poco me consumía.

—No es verdad —musité—. Tú no pudiste hacer algo así.

—No me quedaría de brazos cruzados mientras la vida de mi hija se estaba apagando.

En ese momento me odié.

Odié a la persona en la que me había convertido. Odié cada vez que la dejé sola, cada vez que le contesté mal o que le hice una mala cara. Durante todo ese tiempo mamá había soportado mi mal humor debido a mi depresión. En cambio, ella estuvo dispuesta a dar su vida por mí cuando lo único que yo hice fue darle preocupaciones y corajes. Una vez más confirmaba que mi madre era una de las piezas fundamentales en mi vida, así como yo en la de ella.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora