Un respiro que se vuelve oscuridad

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La pregunta más extraña que me podría hacer era «Es este un dolor insoportable, ¿o un simple dolor ordinario?». Nunca supe cómo responder a una duda como esa. El dolor es dolor y no importa si es insoportable o uno podamos manejar, físico o emocional cualquiera es malo. Un «Te quiero tanto que duele», «Es tan hermoso que duele» e inclusive «Me estoy muriendo de dolor». Ninguna de estas frases es sincera. Nadie siente dolor cuando ama, ni cuando admira una belleza extraordinaria. Pero, morir de dolor no parece tan surrealista. Una persona que fallece luego de caer de un edificio de quince pisos ciertamente sintió dolor antes de morir, ¿verdad?

O... Quizá muera sin experimentarlo.

Un fastidioso zumbido en mi oído me hizo despertar poco a poco. Con la vista empañada y los sentidos adormecidos, llevé una de mis manos a mi torso semidesnudo, donde mis dedos se encontraron con extraños relieves pegados a mi piel. Lo primero que me pasó por la cabeza fue que me encontraba en la plancha de la morgue, por fin había muerto y ese día sería mi funeral junto a mi sepulcro.

En un rato supe que esto no era así. Lamentablemente.

Abrí los ojos y me di cuenta de que el doctor Walter estaba frente a mí. Un momento después logré prestar atención a todo lo que me rodeaba. Me aseguré de que continuaba allí, viva, y no a punto de ser enterrada como lo imaginé.

Estaba cubierta por electrodos, los cuales iban desde mi pecho hasta el electrocardiograma que dibujaba mis latidos como si de finos hilos se trataran. Fue ahí cuando comprendí que aquel lugar no era mi casa, tampoco mi dormitorio, sino la jodida habitación quinientos cincuenta y cinco.

Tomé un respiro, recogiendo la mayor cantidad de aire que pude.

—Hola —me saludó—. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?

Al querer responder la tos seca me pilló por sorpresa. Respiré hondo varias veces hasta que Walter me entregó la máscara de oxígeno. Dios, como odiaba esa mierda. Siempre que necesitaba usarla me creía más frágil e inútil, pero era consciente de que ya no me podía dar el lujo de rechazarla.

La acepté de inmediato y me la puse en la cara cubriendo mi boca y nariz. La fatiga continuó, pero al menos podía respirar. En medida de lo posible.

—H-hola —hablé con dificultad—. ¿Qué paso? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Él señaló al pie de la camilla pidiendo permiso para sentarse. Yo asentí, Walter se acercó y me miró.

—Tranquila, concéntrate en tu respiración —intentó calmarme—. Estás bien, ¿de acuerdo?

Pasé de largo su sermón y me quité la cosa plástica para que mi voz fluyera de lo más recóndito de mi garganta.

—No tiene que evadirme —soné débil—, dígame la verdad.

La habitación se quedó en silencio.

—Por favor —supliqué.

Walter suspiró y en seguida articuló.

—Bien, te lo diré. Pero necesito que mantengas la calma.

Me callé, haciéndole a entender que eso era un sí.

—Tu madre me localizó en la madrugada —comenzó a explicar—. Al llegar a tu casa estabas inconsciente. Llamé a una ambulancia y te trajimos de urgencia al hospital.

—Y... —gemí. Sentí los estragos del pánico en mi ser.

—Te realizamos unos exámenes —añadió—. Los resultados arrojaron una obstrucción en las arterias, razón de un descontrol en tu ritmo cardiaco. Ni siquiera el marcapasos lo pudo evitar.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora