Volando en círculos

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Salí de la habitación a hurtadillas.

No tenía idea de lo que hacía, ni las consecuencias que aquello traería si me llegaban a descubrir. En una escapada furtiva, entré al pasillo y me quedé junto a la pared. Escudriñé mi alrededor. Tuve la suerte de que los corredores se encontraban solitarios, no había guardias, enfermeras o internos merodeando la zona. Continúe en silencio, alerta a movimientos y obstáculos.

Luego de que Anna me quitara el suero y mamá se marchara a casa para tomar una ducha, yo repasé y mentalicé la nota de Myers. Hacer caso a una persona igual o más loca que yo era una tontería. No debía de salir del dormitorio, mucho menos si era para ir al encuentro de alguien con quien apenas había mantenido un par de conversaciones. Lo tenía en claro, una parte de mí se negaba y juzgaba esa petición, pero, sin saber cómo, llegué hasta el pasillo posterior del edificio y supe que no podía redimirme.

A pasitos arribé a la esquina. Una ráfaga helada golpeó mi cuerpo y, con él, un intenso escalofrió. Di la vuelta y lo vi. Fred ya se encontraba ahí, sentado frente a la barandilla, con una capucha y fuera de su silla. No se percató de mi presencia.

Nerviosa, me acerqué a él. Me paré, uní mis manos y di una gran exhalación.

—Hola —saludé en un susurro.

Giró la cabeza y, al verme, una sonrisa adornó su rostro. Los últimos rayos solares brillaban bajo sus ojos.

Carraspeé.

—Señorita —dijo sonriente—, me alegra que haya venido.

Me reprimí.

—¿Qué tal, Myers? —pregunté.

—Muy bien —contestó eficaz—. ¿Y usted, Catherine?

La segunda vez que me llamaba por mi nombre. Entrecerré los ojos, pensando. Oírlo de sus labios me resultaba extremadamente raro, y lo peor era que no conocía el motivo de ese sentimiento tan absurdo. Últimamente perdía el razonamiento con facilidad.

Logré recuperar el punto de atención conforme pasaron los segundos. Fred se ladeó y de la nada clavó su mirada en la mía.

—¿Se va a quedar ahí parada?—soltó por lo alto, observándome en espera de mi respuesta. Después hizo un gesto de incomodidad ante mi gesto confundido—. Es decir, ¿por qué no viene y se sienta un momento?

—Preferiría no...

—Vamos, señorita —me interrumpió—. No la voy a morder, si eso es lo que piensa. El canibalismo no va conmigo.

Entonces, saqué una sonrisa autentica, sutil y notable a la vez. Él me atisbó divertido. Hizo una seña con la mano para que accediera, mientras levantaba una de sus cejas.

—Unos minutos —repitió suave.

Bufé, pero no desvanecí la mueca de mi cara. Soltando un suspiro y no muy rápida, acorté nuestra distancia y me posé a su costado. Tomé asiento y reacomodé el delgado jersey que traía. Mi atención se dirigió hacia lo que teníamos enfrente. Nos encontrábamos en el tercer piso del edificio, en uno de los balcones que daban a la parte trasera de la ciudad, así que lo único que era posible observar eran los arboles a nuestro alrededor. No había casas, edificios, autos, absolutamente nada. Solo... silencio.

—Linda vista, ¿no? —articuló, sonriendo.

—Algo —susurré—. ¿Has estado aquí antes?

—Varias veces —admitió mirándome—. De hecho, cuando no estoy atado a la cama, este es mi sitio favorito para descansar.

—Es... bonito —exclamé—. Ni siquiera puedo imaginar cómo descubriste este lugar.

Fred río.

—Fue por casualidad. Iba a una consulta, me perdí y terminé aquí —Se encogió de hombros—. Y así fue como termine aquí... lejos de todo.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora