Melodía rota

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Me reincorporé lentamente en la cama y froté mis ojos, la cabeza me dolía al punto de explotar. Cuando logré aclarar mi visión pude percatarme de que me encontraba de nuevo en la habitación. Al intentar girarme, un pequeño pellizco en mi muñeca hizo que la observara; una aguja estaba enterrada en ella. Las luces me encandilaban y el mundo giraba a toda velocidad.

En ese momento el recuerdo de lo que había sucedido llegó a mí en una oleada violenta.

Peligro.

Fred.

Con las pocas fuerzas que quedaban en mi cuerpo, quité las sabanas e intenté ponerme de pie, pero la aguja en mi piel me impidió hacerlo. Con mucho esfuerzo traté extraerla de mi brazo, pero lo único que conseguí fue que brotara un hilillo de sangre y suero.

Necesitaba salir de ahí.

—¡Cariño! —Mi madre entró a la habitación al oír mi llanto—. ¡Cálmate, respira!... te vas a desmallar de nuevo, cariño.

La miré a los ojos.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo esta Fred?

—Cath —escuché la voz de Angie proviniendo del pasillo. Sus mejillas rojas e hinchadas me indicaban que había estado llorando—. Por favor, necesitamos que te tranquilices...

Negué varias veces. Lo que menos podía hacer en ese instante era tranquilizarme. No hasta saber que él estaba bien.

—Y yo necesito saber qué es lo que está sucediendo —pedí.

—Te lo vamos a explicar.

—Solo respira y cálmate —rogó mi amiga.

Accedí sin muchas fuerzas y volví a recostarme.

—Fred fue intervenido a su última cirugía —mamá comenzó a hablar—. Sus posibilidades de sobrevivir eran menores al cuarenta por ciento... la cantidad de sangre que perdió fue demasiada.

—No —susurré, sentí que el alma se salía de mi cuerpo—. Está bien, verdad... ¿Verdad?

Ángeles permanecía en silencio.

Mamá cerró los ojos y bajó el rostro.

—El daño que sufrió su cerebro era irreversible.

—No... eso...

—Fue muerte cerebral.

Muerte cerebral.

Muerto.

Fred murió.

Me llevé las manos a la cara, confundida, desolada, recordando cada momento, cada sonrisa, cada detalle que viví a su lado desde que entré a ese lugar. La forma en la que contestaba a mis preguntas llenas de sarcasmo, la emoción que mostraba ante cualquier mínimo detalle, la empatía y el apoyo que me brindó en mis momentos de mayor vulnerabilidad.

«Gracias por todo, señorita.»

No, no, no. Esa no podía ser una despedida. Nuestra despedida.

—Cielo, cariño —oí la voz de mi madre que me llamaba—. Escucha, sé lo mucho que querías a ese chico...

—Lo amaba —la corregí—. Y nunca se lo pude decir.

«Pase lo que pase, siga manteniéndose fuerte, Catherine.»

No. No me sentía ni mucho menos me podía hacer la fuerte, no cuando lo que creía estar construyendo se derrumbaba a mis pies, tal y como un castillo de arena al ser impactado por la marea.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora