Sigamos hasta destruirnos

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Sujeté una almohada y la apreté fuerte contra mi pecho. Lo había echado a perder y no podía hacer nada para remediarlo.

No salí de la habitación durante la siguiente semana, ni siquiera para ver las puestas de sol. En un inicio Anna y mamá parecían no comprenderlo e intentaban animarme con cualquier cosa, como lo eran libros o películas de comedia antiguas, pero nada funcionaba si no tenía algo fundamental a mi lado.

Mamá pasaba el día conmigo mientras me contaba lo que pasaba con mis amigos en la tienda, a la hora del almuerzo Anna llevaba mi bandeja con alimentos, sin embargo, en esta ya no se encontraban aquellos rectángulos de colores, y ni hablar de lo mucho que extrañaba esos pequeños detalles. Los mismos que yo sola alejé por mis inseguridades.

—Cariño...

—Ya no tengo hambre, mamá —dije, alejando el plato de sopa de mi regazo.

Ella enfocó su mirada en mí.

—Tienes que comer un poco más, cielo —replicó—. El doctor Walter me ha dicho que últimamente te has negado a comer y no estas interesada en interactuar con nadie. ¿Qué pasa, hija?

—Es solo cansancio —le aseguré—. Pasará, lo sé.

Era malísima mintiendo y eso mamá lo sabía porque tan pronto como lo dije ella me tomó por la barbilla y me obligó a mirarla, haciendo que mis ojos se cristalizaran al instante.

El aire se volvió frio y denso, sentí que en un segundo me disolvería. Mi madre limpió una lágrima que escapó de mis ojos y en un susurro me preguntó:

—¿Quieres contarme que ha pasado?

—Lo he alejado —murmuré con voz rota.

—¿A quién?

Suspiré.

—A Fred.

Sonrió de lado, pareciendo entender la situación. Apartó un mechón de cabello de mi rostro y continuó:

—¿Y por qué lo has hecho?

—No lo sé. Supongo que por miedo a lo que pasará después... por miedo a que yo muera y a dejarlo solo, a que sufra —Mi tono fue cayendo—, no lo sé...

A ese punto ya me encontraba con los ojos enrojecidos y cubiertos de lágrimas. Mi madre estaba ahí, sosteniéndome una vez más e impidiendo mi caída. Nunca me había visto en una escena como esa.

—Oh cariño, entiendo que tengas miedo, pero ahora estas aquí... —Acarició mi mejilla—. Ahora, justo en este instante nada te está impidiendo vivir tu vida. No tengas miedo de ser feliz, cielo.

—Pero mamá...

—Dime una cosa, Cath —interrumpió, sonriendo—. ¿Qué es lo que sientes por ese chico?

¿Qué era lo que sentía por Fred?

Y como si desde siempre hubiese sabido la respuesta, le dije:

—Estoy enamorada.

Asintió, luego sonrió con amplitud.

—Podrías ir a hablar con él —sugirió.

Yo negué espantada.

—No es una buena idea, mamá—musité—. Le dije cosas horribles, dudo que quiera verme.

Río

—Pero nada de lo que dijiste fue cierto, ¿verdad?

—No, pero...

—Necesitas hablar con él. Y lo sabes.

Levanté la mirada y me encontré con la suya, la cariñosa mirada de mi madre. Me secó las lágrimas con las yemas de sus dedos.

Segunda oportunidad (YA EN FÍSICO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora